Octubre 2015 - Marzo 2016

Así fue mi recorrido por los alrededores del Museo de Antioquia con los ojos cerrados. Una experiencia a la que nos invitó la artista Myriam Lefkowitz, con su performance "Walk, hands, eyes". Sentir un espacio urbano tan cotidiano saliéndonos de la cotidianidad que nos ofrece la mirada de siempre. Nueva entrada en el blog por Jenny Giraldo.

¿Y yo aquí qué vengo siendo?

La convocatoria estaba abierta en la página del MDE. Sentí curiosidad y, llegado el momento, algo de susto que casi me hace renunciar. Llegué al Museo a eso de las 2:30 p.m. y comencé el ejercicio. Se trataba de caminar por ahí, por la ciudad, por el centro, con los ojos cerrados y con una guía; se trataba, además, de una experiencia silenciosa.

Así que mi primera experiencia con el MDE15 me hizo salir del museo y darle la espalda, tal como me lo propuse al crear este blog. Me obligó a NO MIRAR, NO HABLAR; sólo escuchar. Pero, además, me puso en un lugar diferente al del espectador, me hizo partícipe de un performance: “Walk, hands, eyes”, de la artista francesa Myriam Lefkowitz.

Sensaciones y emociones diversas se desprendieron de esta experiencia. Caminar el centro no es una novedad para mí: vivienda, trabajo, espacios de ocio, vida nocturna, los formalismos de la vida cotidiana como el mercado, el banco o la EPS… en el centro de la ciudad se conjuga mi vida actual, así que recorrerlo es una acción diaria. ¿Pero con los ojos cerrados? Acá comienzan a desatarse todas esas emociones que, en un recorrido de una hora, pasaron por el miedo o la angustia, la desconfianza, el asco, la alegría, la tranquilidad, la confianza: confianza en Cristina (la guía); en Myriam, la artista; en el Museo, en mí y en la ciudad.

[Luego del recorrido, las preguntas: ¿dónde está el arte? ¿Por qué esta práctica contemporánea de vivir la ciudad es, también, artística? ¿Cuál es el límite entre la experiencia social o antropológica y la experiencia artística?]

Cristina me acompañaba tomándome del brazo o apoyándose levemente en mi hombro, movía sus dedos para darme señales como bajar, subir o girar. Ese fue uno de los primeros retos; recordemos que era una experiencia silenciosa y tanta costumbre a la palabra hablada nos hace perder la oportunidad de vincularnos con otros y otras a partir de formas de comunicación que involucren otras partes de nuestro cuerpo.

Fui dibujándome el mapa del recorrido: diría que salimos del Museo, subimos hasta el Palacio de la Cultura y entramos por la puerta que da al frente del Museo, atravesamos un patio en el que pude abrir los ojos por unos segundos (otra de las acciones del performance nos permitía obturar los ojos, como una cámara fotográfica) y ubicarme en el espacio, entramos a una sala y toqué una fría pared. Salimos de nuevo al bullicio, a la plaza y, pensaría yo, que nos movimos por Calibío y entramos a una taberna en la que, con ojos cerrados yo y abiertos ella, bailamos un tango en un recorrido más bien circular; sin verlos a ellos sentí sus miradas, y risas y que si están grabando y que «estas qué home». De nuevo en la calle, después del asfalto me sentí caminando sobre hierba, subí un desnivel y creo que estuve en una jardinera de la Plazuela Nutibara.

Ahí tuve una de las peores sensaciones de todo el recorrido. El acoso callejero, ese que las mujeres padecemos cada vez que salimos a caminar, que estamos solas, que nos ponemos a merced de los hombres que no reparan en la calidad de sus “piropos”, que nos tratan como objetos expuestos para el único fin de su goce. Un fenómeno cultural que no se debe exclusivamente a la admiración de la belleza o a la expresión del gusto, no; es una forma de control sobre nuestros cuerpos, algo así como el castigo que debemos sufrir por habernos atrevido a salir de las casas y de las cocinas y hacernos ciudadanas, habitar las calles de la misma forma en la que ellos lo hacen.

[Ese piropo constante, que es violento, que intenta deslegitamarnos es, justamente, tema de una de las instalaciones que hace parte de la sala “Dinámicas de poder sobre el cuerpo” (El tendedero, de Mónica Mayer). Pues bien, el performance de Lefkowitz pertenece a la misma línea temática, así que, desde una perspectiva feminista apareció esta pregunta: ¿Cuál es nuestro lugar como mujeres al salir a la calle? ¿Qué dinámicas de poder, control y dominación se ejercen sobre nuestros cuerpos? Una pregunta que bien podría extenderse a los LGBTI, a niños y niñas, ¿a hombres, incluso? Pero que yo, por el lugar que ocupo la planteo desde ahí].

Le pedí a Cristina que nos fuéramos. Llegamos a la esquina de Palacé con Primero de Mayo, que pude reconocer fácilmente por los pregoneros que venden jeans e invitan a pasar a la bodega. Hasta ese momento me sentía desubicada, esa primera parte del recorrido pude reconstruirla justo después de llegar a este punto en el que sentí una suerte de tranquilidad por saber bien donde estaba parada. Continuamos subiendo por La Playa hasta llegar al Edificio Coltejer, mole ‘cementosa’ que identifiqué al abrir los ojos por segundos y ver un pedacito de su estructura.

Caminar hasta Junín fue caminar en medio del RUIDO. Todos los géneros populares posibles estallaban en los parlantes de locales o vendedores. Allí un vallenato, acá un reguetón, más acá una parranda decembrina y más allá una salsa. RUIDO extremo que quizás se nos pierde cuando los ojos se nos atiborran de productos, de colores, de rostros, de tiendas, de vehículos. Se vuelve RUIDO la música cuando se sube el volumen, cuando se mezcla con otras, cuando se amalgama con las voces, los pregones de venteros ambulantes, el incesante tráfico vehicular.

Junín: el espectáculo callejero de un creativo imitador de Michael Jackson al que habitualmente había visto en La Playa; su rostro maquillado fue uno de los expresivos cuadros elegidos para que yo viera en el recorrido –y me asustó encontrarme con una figura humana–. Y luego, me encontraba recordando esas primeras lecturas universitarias que hablaban del centro comercial como burbuja. Disminuyó el calor, disminuyó el ruido, me senté en el borde de una fuente a respirar y a escuchar el agua. Sí. Descansé en el centro comercial, ese que en todos mis cabales (es decir, con todos mis sentidos) prefiero evitar.

El recorrido terminó con la imagen que aquí dejo: la luz atravesando las lianas de un viejo y robusto caucho en el Parque Bolívar. Imagen hermosa, refrescante, la iluminación tras una hora de encierro, un cuadro, incluso, esperanzador en medio del ruido/caos.

[Darme cuenta de que podía identificar muchos lugares por su sonido fue una (no tan) sorpresa satisfactoria, pues no he sido una caminante pasiva y he intentado absorber para mí esa ciudad que a diario me conquista y me molesta. Negar uno de los sentidos, en este caso la vista, pone a los demás en alerta: olores, sonidos, ruidos, texturas, roces; todo lo que no se ve se siente con más fuerza, se incrementan las demás sensibilidades].

Mientras caminé con Cristina no pensé en ningún momento en el arte contemporáneo, en el performance, en el lugar del Museo. Nada. La experiencia arrasó cualquier posibilidad de pensar lo conceptual. Pero ya fría la experiencia aparecen las preguntas que, sin mucho conocimiento de causa, son apenas naturales. Estas son mis últimas preguntas: ¿Y yo aquí qué vengo siendo? ¿Soy parte de la experiencia artística y quienes me observaron en la ruta fueron los espectadores? ¿Soy una espectadora activa? ¿De qué manera los espectadores nos convertimos en parte de la obra de arte? Y como poco sé y pregunto mucho, ando en la búsqueda de posibles respuestas alrededor de esta práctica artística y mi lugar en ella. Respuestas que espero compartir pronto con quienes leen este blog y que sienten inquietudes sobre ese lugar del arte y, sobre todo, esa relación del arte con la ciudad, con la calle.

En todo caso, y a pesar de las preguntas, vale la pena darle la espalda al Museo para recorrer sus cuatro costados. Esta vez nos fuimos hacia el oriente, pero no es descartable la emoción que podrá generar ir con los ojos cerrados por Tejelo, con el olfato activo; o bajar por Calibío hacia el occidente, detenerse en el sonido de los bares o las mueblerías. ¿Qué tal arrancar por Carabobo hacia el sur, con la fama de ladronzuelos que carga? Sentido del tacto activado y alerta. Yo recomiendo que hagan ustedes su propio performance, que se sometan a la experiencia, que inviten a un amigo o amiga de confianza y le inviten a caminar con los ojos cerrados, por allí, por acá o más lejitos.

Jenny Giraldo

Comunicadora social y periodista.
Habitante, lectora y espectadora de la ciudad.

En intento de tesis de la maestría en Estudios Humanísticos de la Universidad EAFIT. Tema: las mujeres, el espacio público y el miedo. Coordinadora de comunicaciones de la ONG Corporación Región. Realizadora radial del programa Cuarta Pared (sobre artes escénicas y teatro) en UN Radio.

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