Jaime Ávila

 

 

Por Natalia Gutiérrez*
Este texto sobre Jaime Ávila debí escribirlo hace tiempo. Todavía recuerdo su participación en un Salón Regional a principios de los años noventa; allí vi su trabajo por primera vez y me pareció insólito. Se trataba de unos pantalones de hombre con un par de tenis, como un simulacro de fotógrafo, agachado, mirando a través de una especie de cámara antigua “de cajón”. Este “personaje” inmóvil y cubierto por una tela negra parecía atrapado por un efecto hipnótico. Cuando el espectador se colaba a través de la tela, se encontraba con un televisor precario construido con restos de tecnología inservibles. Era una especie de caleidoscopio de espejos con muñequitas de plástico vestidas de rojo; eran bailarinas de Taiwan, si mi memoria no me falla. Desde entonces siempre he pensado que Jaime Ávila es un artista que ingresó en el arte colombiano para desordenar la sociedad de consumo y ponerla a sus órdenes.

 

Vinieron después tantas obras en las que aparecía también como un artista adolescente en su sentido literal, el de quien entiende el mundo desde el desajuste —no todas las piezas encajan— ,desde la carencia de afecto y desde la incomodidad con los límites. Podría decirlo de otra manera, y resaltar que Jaime Ávila es un pensador crítico de la generación anterior, y no me refiero precisamente a los artistas —aunque también—, sino crítico de toda una cultura ancestral. No hay que olvidar que nació en 1969 en Saboyá un pueblo en el centro de las montañas colombianas, frío y cerca de Muzo, la zona conocida por sus minas de esmeraldas. Pero tampoco hay que equivocarse, porque desde el comienzo entró en la corriente de las historietas que le enseñaron a dibujar, del cine y las revistas pomo que le enseñaron a ver. Con sus historietas-porno se convirtió en el héroe del colegio y así pasaron para sus compañeros un poco desapercibidas sus buenas notas. (Esta actitud pienso que la conserva todavía. Ha sido invitado a Caracas, México, Los Ángeles, a la Bienal de La Habana, de São Paulo, a la Universidad de Harvard, a las ferias internacionales, y él “fresco”, como decimos en Colombia, sigue interesándose por lo más cotidiano de la vida en Bogotá, esta ciudad tan rara, y conserva su risa.)

 

Pero continuemos con sus intereses. Después de sus días de colegio vinieron la ciudad, el juego de diseñar —ese gran simulacro— y el vínculo con todo lo marginal y lo “gomelo”, como se les dice a los estudiantes de clase alta de la universidad donde estudió, primero ingeniería y luego arte, Lo que quiero decir es que se acostumbró desde el comienzo a un juego de intercambios intuitivos y rápidos entre arte y no-arte. Ha construido objetos con desechos, con cartón, con ropa y con basura tecnológica. También, objetos de porcelana y fibra de vidrio. Ningún espectador es indiferente a un objeto construido por él, no me pregunten por qué. Creo que tienen el sentido de la oportunidad. Hablan de lo que se debería hablar en el momento preciso.

 

Por ejemplo, Trofeos es una serie de pequeños edificios, estilo Manhattan, en cerámica blanca. En conjunto, recuerdan la reflexión de Marshall Berman en su libro Todo lo sólido se desvanece en el aire, acerca de la agobiante renta del suelo urbano como motor del desarrollo de esa parte de Nueva York. En 2006, realizó una nueva versión de estos trofeos en porcelana roja, blanca y negra, como la bandera de Irak, y en esta ocasión la colección se llama Ira; éste es el sentido de lo pertinente que encuentro en sus objetos. También ha convertido la fotografía en un objeto, y quiero resaltar el caso de sus imágenes de las calles de Bogotá, las más asediadas por la miseria, iluminadas por pequeños bombillos, aquellos que se usan en las decoraciones navideñas. No sé; esa relación entre desolación y fiesta es un ejemplo de la eficacia en términos de “percepción densa” de algunos de sus objetos. Jaime Ávila ha sido también por momentos pintor, un muy clave fotógrafo y ha hecho instalaciones y algunos sintéticos y cortos videos. Como profesor de talleres de arte para presos en algunas cárceles, ha aprendido a darle una visión muy personal a aquello que Antanas Mockus, uno de los recientes alcaldes de Bogotá, llama convivencia ciudadana. Últimamente ha recorrido el país invitando a grupos de estudiantes a que construyan maquetas del hotel de su sueños y cuenten historias. Ha sido entonces uno de los que ha intentado abrir la experiencia estética al desplegar, en el relato, la mente de otros. Detengámonos en un caso: en 2005, en una exposición en la ciudad colombiana de Tunja, realizó uno de estos talleres y cada uno de los participantes, además de construir, nombrar y fotografiar su hotel, escribió un relato, y en ellos sí que es evidente la precisión de los recuerdos y los afectos para describir una ciudad. Desde el Hotel Footwear, por ejemplo, unos de los supuestos turistas escribe una postal que dice: “Camilo, que bueno fue el haber vuelto a caminar contigo de nuevo en Tunja, los columpios hechos con llantas de camiones, y nuestro juego favorito, el rodadero. Llegábamos a casa con los pantalones vueltos mierda. El colegio me recordó las veces que tuvimos que escondernos en la sala de la cooperativa para que no nos castigaran. Ya han pasado 50 años, somos viejos y me da tristeza haberte encontrado tan mal, tan pobre y tan solo, mi único amigo de infancia nunca bueno para los negocios y con tu vida que se ha llenado de amargura. Cuando vi que te brillaban los ojos, vi la misma mirada de cuando eras niño y reías a carcajadas. Mi vida está llena de lujos, soy asquerosamente millonario, y no sabes la felicidad tan grande que me da regalarte este hotel; el helicóptero lo manejará tu piloto privado, al fondo podrás jugar con el rodadero que caerá en la piscina de aguas termales. Ojalá te diviertas mucho, yo me quedaré aquí en Texas, viajando de vez en cuando a Las Vegas llenándome de plata y recordando el rodadero detrás de la escuela. Con afecto: Plutarco”.

 

De todo esto quisiera hablar pero es imposible, entonces. De las posibilidades que abre la obra de Jaime Ávila, sólo me voy a detener en algunos pocos ejemplos para resaltar su interés por la construcción de la geografía de un nuevo orden mundial, el conocimiento de la ciudad y una capacidad de vínculos de lo heterogéneo que ha traído como consecuencia una forma abierta. Tal vez por eso, sus obras han permitido describir aspectos de la vida en las ciudades y de la aldea global que ha puesto sobre el tapete las historias compartidas y las emociones comunes más que las diferencias,

 

Siguiendo con la reconstrucción de mi experiencia con su obra, puedo asegurar que fue uno de los primeros artistas contemporáneos en Colombia (por allá en los ochenta) que recorrió las calles de Bogotá a pie y construyo una metodología de peatón alerta, estableciendo una relación con el mismo lugar en el que se desplazaba. (Francesco Careri, el arquitecto italiano, escribe en 2002 todo un libro sobre el caminar como una conciencia crítica.) De sus caminatas aprendió que la cámara no sólo captura imágenes sino que es un instrumento para establecer relaciones y para conversar. (Le han robado ya algunas y el sigue tan campante.) En fin, es uno de esos artistas que no parten de un punto de origen fijo sino que, como en los deportes contemporáneos, el “ala delta” y el “surf”, se mueve porque capta intensidades, cambios de “clima”; se mueve porque le interesa la naturaleza humana. (Lo de los deportes contemporáneos se lo oí decir a un filósofo, Gustavo Chirola, en una conferencia sobre Gilles Deleuze y el rizoma.)

 

De todo esto quisiera hablar en esta reseña pero es imposible. Entonces, de las posibilidades que abre la obra de Jaime Ávila, sólo me voy a detener en algunos pocos ejemplos para resaltar su interés por la construcción de la geografía de un nuevo orden mundial, el conocimiento de la ciudad y una capacidad de vínculos de lo heterogéneo que ha traído como consecuencia una forma abierta. Tal vez por eso, sus obras han permitido describir aspectos de la vida en las ciudades y de la aldea global que han puesto, a mi modo de ver, sobre el tapete las historias compartidas y las emociones comunes más que las diferencias.

 

Entonces, el interés que manifiesta por señalar los cambios en el nuevo orden mundial, es giro que dio su obra reciente. Dije anteriormente que este artista desordena la sociedad de consumo y la pone a sus órdenes. En “Bombas” una exposición presentada en mayo de 2006 en Bogotá, parece que Jaime Ávila intenta desordenar la geografía o por lo menos proponer otras descripciones del mapa que conocíamos desde el colegio. Las parcelas políticas de diferentes colores, las de la clásica geografía, empiezan a cambiar y a ser sustituidas por territorios con otros límites que cruzan las fronteras nacionales. Toni Negri define esta nueva configuración del mundo como el Imperio. Y no se trata de una metáfora, como él mismo lo explica: el concepto de Imperio se caracteriza porque desdibuja las fronteras, dibuja otras a partir del poder del dinero y la tecnología, impone el consumo y domina la vida social en su totalidad. La descripción de este nuevo mundo está más lejos del dibujo de los pequeños y grandes países y más cerca de coleccionar estrellas y suspenderlas “por toda la eternidad” de manera irreversible, sobre una única bandera; coleccionar estrellas como países sobre un pedazo de tela azul. La descripción de este nuevo mundo está más cerca de señalar los fluidos que atraviesan las fronteras como el dinero y el peligro que representa su concentración.

 

No es casual entonces que esta obra se presentara a la sombra del archivo de una entidad financiera; el dinero es un flujo soberano por encima de cualquier frontera. Bajo esa sombra, Jaime Ávila dispuso situaciones y experiencias de ese nuevo orden global enmarcadas por la idea de una bomba, un mecanismo que en física se construye para regular la concentración peligrosa de fluidos cuando comienzan a ejercer presión. En este caso, ese fluido soberano es el dinero, que en la exposición parece acosarnos con un conteo regresivo.

 

La exposición era una puesta en escena de fotografías y objetos, y más que eso, se trataba de escoger íconos que se van construyendo hoy, a medida que se enfrentan de nuevo y con diferentes matices los poderes. Uno de ellos era la bandera de Cuba, coloreada de negro, que algunos manifestantes exhibieron frente a la embajada de Estados Unidos en La Habana a comienzos de 2006. En las fotografías de Ávila las banderas, por efecto de la composición, se convertían en la bandera de Estados Unidos también negra. La idea de escoger objetos simbólicos cargados de fuerzas regresivas y amenazantes era visible también en sus bombas. Se trata de objetos en fibra de vidrio que parecen un aparato explosivo hecho en casa o bobinas de antigua tecnología. Las bombas tienen dos cabezas que son las cúpulas del Capitolio de los Estados Unidos y del Capitolio de La Habana, tan parecidos en su estilo neoclásico americano que caracteriza los edificios del poder. Los nombres de estas bombas son significativos y un tanto literarios: 1.500 millas, 2.000 millas, una distancia hipotética entre Washington y La Habana, un título casi para una novela “negra” entre dos extremos con polaridades diferentes. Corazón bomba, es un objeto que prevé la presión y sus efectos en una materia como la fibra de vidrio que al retorcerse, toma la forma de la destrucción. La que más me gusta, debo confesarlo, es uno de estos “dispositivos” fotografiado en un jardín. Parece que este artefacto destructivo hubiera aterrizado en el patio de nuestra propia casa o en el Jardín de Ofelia, del prerrafaelista, John Everett Millais. Esta fotografía se llama Shakespeare y ¡cómo es de clave la unión de heterogéneos!, porque sólo haciendo referencia a los paradigmas anteriores y a sus propias contradicciones es que se puede avanzar. Jaime Ávila escribió alguna vez que su visión analítica la hacía a través de una construcción romántica. Sí; tal vez por eso ésta es mi fotografía predilecta.

 

En la exposición aparece la ciudad subterránea, la ciudad del rap, una ciudad sintetizada por fotografías de ciudades rojas. Llegar a esta imagen tan sintética es posible porque Jaime Ávila conoce la ciudad muy bien. En sus obras anteriores hemos entendido la segregación en la calle a través de la mirada, que es la descalificación por excelencia. La mirada es una herramienta para establecer una distancia moral y expresar rechazo. Con este comentario me refiero a La vida es una pasarela, una serie de polípticos realizados entre 2002 y 2005. En ellos Jaime Ávila ha explorado las paradojas del espacio público. Para explicar esto, recordemos que la calle es un lugar definido —hasta el cansancio— por lo transitorio: ha sido definido por los analistas de la modernidad como poblada de transeúntes acosados por el reloj, o de paseantes que disponen de las tardes para hacer sus recorrido a la deriva. Al contrario de estas definiciones, Jaime Ávila nos mostró una calle habitada de manera permanente por sujetos que se cubren de harapos exuberantes para marcar su diferencia. En La vida es una pasarela, los habitantes de la calle, con su atuendo, ejercen el derecho a ocupar un lugar en ese territorio transitorio y tratan de construirse una precaria intimidad en un rincón con sus ropas; tratan de construirse un lugar donde se pueda vivir siendo cada vez más sucio que el día anterior o donde se puede comer lo que se recoge y vivir en la noche.

 

Los personajes de las fotos de Ávila son jóvenes de 19 años, y en su actitud se nota que no siempre han vivido en la calle; tal vez pertenecen a aquellos que no caben dentro de un sistema de una sola vía y que llamamos fracasados. Personajes como El Dios de la miseria, solitarios, con su individualidad excitada en un momento de performance frente a los otros para existir. Él escribió: “En la vida es una pasarela reconstruyo la imagen deteriorada de jóvenes drogadictos a manera de imágenes construidas por el cliché capitalista de las revistas de moda; ellos, nacidos en la década de los ochenta, época de la gran bonanza del narcotráfico en Colombia y en contraste con los jóvenes radioactivos, demostraban el fracaso de un sistema sin futuro; el título describe el sarcasmo y crueldad, comprometía al espectador como parte de un sistema poderoso que doblega a cualquier hombre frágil”.

 

Y es que la mirada de Jaime Ávila desde siempre ha considerado el poder, cualquiera que éste sea, como una ficción. Por ejemplo Bogotá, la ciudad de los planes de desarrollo, tiene su anverso: Ciudad Bolívar, esa ciudad amontonada que va tomando forma con vida propia. También el poder de la cámara de fotografía para capturar lo exótico, él lo convierte en un método para entrar en contacto con las experiencias de los otros, por ejemplo, un grupo de jóvenes que el llamó los radiactivos: “Los radioactivos son “pelados” tirados por ahí en la ciudad, al azar. Radiactivo es un término que me gusta porque es algo nuclear o pos nuclear que nombra algo sobrevive aunque a nadie le interese”.

 

Los Radioactivos implicaban una operación artística que al interesarse y describir el mundo de otros descubre similitudes de sueños y deseos. Los adolescentes de Ciudad Bolívar querían tocar en una banda de rock, oían las mismas emisoras de cualquier otro lugar de Bogotá. Más que la división en estratos, era una obra que mostraba cómo la ciudad estaba atravesada por intensidades y deseos. Esta es una de las obras que me permite vincularme con historias compartidas, con emociones comunes, más que con las diferencias.

 

Las zonas de la ciudad marginal en Bogotá, São Paulo o México D.F. se convirtieron en Diez metros cúbicos, en 2003. En realidad, es la composición final precisa de esta política de la aglomeración irreflexiva de la otra cara de la moneda del desarrollo. Eran cubos de 10 metros construidos de cubitos más pequeños de papel, con fotografías impresas de estos lugares deteriorados, pero con la voluntad humana de sobrevivir. Este espíritu de la confianza en la potencia que tiene el ser humano reaparece constantemente en la obra de Ávila, con todo el poder reflexivo. Eat me es una fotografía de un nuevo protagonista de los movimientos culturales. Un protagonista que nos hace pensar, siguiendo de nuevo a Negri, que toda crítica a ese imperio del capital, lejos de destruirlo, lo consolida. Lo que lo destruye es la deriva del deseo. Lo destruye la resistencia de la gente que no se deja definir como fuerza de trabajo, que protestan y construyen símbolos frente a las embajadas y que además como forma de protesta, así sea inconsciente, proponen la ley del que desea. Manifiestan lo que hay de político en las pasiones y pulsiones. Proponen que, por debajo del orden, late lo que el orden mismo reprime. No es casual entonces que la obra de este artista esté construida a la sombra del archivo de una entidad financiera, o en las calles oscuras y con personajes extremos. No es casual que, bajo esas circunstancias, Jaime Ávila disponga situaciones y experiencias de individuos que con el ejercicio de su propia individualidad ponen en jaque el sistema de poder. Bomba, un mecanismo que en física se construye para regular la concentración peligrosa d fluidos cuando comienzan a ejercer presión. Bombas, mecanismos ojalá de un cambio de tiempo, diseminadas por ahí en los deseos de la multitud.

 

*Docente de la Universidad Nacional de Colombia.

 

Revista ArtNexus / Arte en Colombia No. 110, Abril – junio 2007, Páginas 54 – 58.

 

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