Me daban ganas de vez en cuando de escribir alguna cosa. Cuando cogía el lápiz sentía cómo mis dedos blanditos se adherían a la madera y posteriormente al grafito, siempre terminaba con los dedos negros y con tres o cuatro renglones para mi amiga Verónica. Soñaba con escribir una novela o una obra de teatro, pero era tan pequeña que todavía no sabía cómo escribir todas las palabras, tenía muchas cosas en la cabeza, era muy elevada y sentía horror cuando en clase interrumpía mis pensamientos la profesora y me preguntaba porque no ponía atención.
—En qué piensas Liliana, concéntrate que estamos aprendiendo a hacer muñecos con plastilina— Yo ya sabía hacer esos muñecos, siempre tenían la misma cabeza, ojos, piernas, brazos, pelo y pies. Eran los mismos y el color de la plastilina era igual, rosado pálido, y el del pelo amarillo, café o negro, no había nada de raro en ellos, era como mirar al amiguito de al lado y hacer otro igual. Pero no era capaz de decirle que me aburría su clase, me molestaba que hicieran representaciones de más y más niños; nadie se atrevía a hacer nada nuevo, ni querían aceptar que esos muñequitos tenían vida propia, y que dentro de su pequeño o gran mundo estaban compartiendo muchas cosas, al igual que nosotros que somos un ajedrez de otros más grandes, lo que uno vive otros lo imaginan y así se pasa la vida.
Cada uno de estos muñequitos tenía una psicología y una forma de ser diferente, estaban aburridos y sufriendo al ver que mis vecinos los estampillaban en el piso, les chuzaban la piel y los ojos con un punzón de madera o que la profesora amasaba su cuerpo, haciéndolos más flacos o más gordos. No tenía ningún don milagroso que me separara de los demás, había un par de niños que tampoco se concentraban haciendo el muñeco que la profesora quería que todos hiciéramos, me aburría esa representación humana, quería hacer muñecos nuevos. Entonces, la profesora decía que no ponía atención, que era un ser ausente y por eso no sabía cómo hacer los muñecos de plastilina, me gustaba que mis muñecos vivieran y hacerme amiga de ellos, eso tomaba tiempo. Les contaba cuentos inventados y les cantaba; ellos también a mí. Quería que durmieran a mi lado y al otro día se despertaran conmigo, claro, los llevaba para mi casa en la lonchera, todas las migas de pan del sánduche del almuerzo que ellos no habían querido comer se les pegaban por el cuerpo, los limpiaba y los ponía en el borde de la almohada, debajo de las cobijas a mi lado, a media noche, la almohada, la plastilina y mi delgadito pelo eran una gran masa de todos los colores. Mi mamá me despertaba por la mañana y me metía al baño, yo los despedía llorando cuando ellos envenenados se tiraban por el sifón, pues una vez más el baño era con Varsol.
Unos años más tarde, por fin había aprendido a escribir bien, hacía cartas para mis amigas y mis papás en las fechas especiales, estaba en cursos de lectura y me gustaban mucho los libros, sobre todo los que tenía mi papá sobre su mesa de noche. Cada que podía a escondidas iba y leía una que otra página, también me gustaba leer el diccionario, me la pasaba buscando palabras que tuvieran alguna relación con mi nombre o algunas que hablaran de cualquier tema prohibido para mi edad.
Apenas con 9 años y tenía más cosas para pensar y preocuparme. Hacía 20 días había salido del hospital, después de haber sufrido una quemadura de segundo grado por todo el cuerpo. Esto fue en un asado familiar, que por estar corriendo con mis hermanos cerca del Barbecue, tropecé con él y se me vinieron encima todos los carbones calientes, se prendieron mis pantalones, me levanté y las llamas quemaron toda mi ropa. Mi papá al verme encendida me cogió rápidamente y se tiró conmigo a la piscina, me llevaron a la clínica por 8 días, hicieron reconstrucciones y trataron que la cicatrización fuera rápida y pareja. Igual la piel se iba a regenerar, pero las cirugías las hacían para que se notara lo menos posible. Estaba muy adolorida, el doctor me prometía entristecido que apenas mi piel se volviera a formar el dolor iba a desaparecer por completo, yo le contaba que podía hacer piel igual a la mía con plastilina, pero se reía y me decía que mi piel era mas elástica y resistente que la plastilina, yo pensaba y pensaba en un material como la plastilina pero más elástico y resistente, el chicle.
Había leído en uno de mis libros preferidos de la mesa de noche de mi papá, de Carl Sagan, ¡donde habla que el aire pesa! y que si partimos una manzana o una lombriz en muchos pedacitos chiquitos una y otra vez, llegamos a una unidad que no podría ser dividida, el átomo, que quiere decir no divisible, está compuesto de neutrones y protones en su núcleo y alrededor de éste giran electrones, que son cargas negativas de energía.
Le preguntaba al doctor si esto quería decir que si cortamos un pedazo de dedo en muchos pedacitos también llegaríamos al mismo átomo; entonces si ponía pedacitos chiquiticos de chicle por toda mi quemadura, me curaría más rápido y finalmente la piel y el chicle iban a fundirse del mismo color rosado clarito hasta quedar totalmente parejo y flexible. Le preguntaba dándole esa idea al doctor, que ya tenía lágrimas en los ojos y no sabía cómo darme una respuesta, él sabía que mi piel nunca iba a volver a ser igual y que las operaciones iban a seguir sucediendo a lo largo de mi vida.
Me envolvieron en vendas que por unos meses o probablemente durante un año iban a sustituir este gran tejido rosado clarito que cubría mi cuerpito, ahora pelado y atrapado bajo ese disfraz.
Al colegio tuve que volver a asistir después de un mes. Una enfermera me ayudaba a sostener la sombrilla para que el sol no penetrara las vendas que cubrían mi cuerpo. A partir de este accidente, aprisionada dentro de ése elástico blanco y rodeada de amigos, que ya no eran más mis amigos porque no podía hablar ni jugar con ellos, me pasaba los días imaginando historias y planeando vidas con mis amigos imaginarios.
El día que salí de la clínica mi abuelita me regaló un libro infantil, se llamaba “Mariano cabeza de loma”, en los recreos le pedía a la enfermera que me lo leyera. Trataba sobre un niño, Mariano, al que en lugar de pelo le nacía pasto en la cabeza; me gustaba imaginar al niño siendo perseguido por las vacas, orinado por los perros y cómo su cabeza lentamente se iba volviendo una matera llena de lombrices, habitada por miles de seres diferentes. Un día Mariano se enamoró de una flor del jardín de su abuela, la quiso llevar con él, la arrancó y la sembró sobre su cabeza; todos los días la cuidaba y se sentía triste por no poder tenerla en frente, besarla y mirarla por el día, sólo la podía ver en el espejo, lo que la ponía al doble de distancia. Una mañana decidió devolver la flor al jardín, hizo un pequeño hueco, la arrancó de su cabeza y la sembró nuevamente; al lado, hizo otro hueco de su tamaño, se enterró parado, vivía feliz al lado de la flor y el pasto de su cabeza se reprodujo hasta emparejarse totalmente con el pasto del jardín.
Soñaba con que envés de piel, debajo de esas vendas que me producían rasquiña y no me podía quitar, se regenerara chocolate de fresa, así nunca más me iba a volver a hacer falta mi dulce favorito, iba a poder ruñir de por vida mi brazo con sabor dulce y lechoso. Cuando haga calor se derretirá un poco y lo podré lamer hasta que más no quiera, se me hacía agua la boca imaginando como sería tener piel de chocolate; compraría helado de vainilla y apretando el puño sobre éste, haría choco conos rosados, todos me querrían y me volvería una fábrica ambulante de chocolate.
Así fue, pasaron 5 meses y el doctor me destapó los hombros, los brazos y todo el tronco; no era chocolate, qué decepción, la piel se había regenerado tal cual, pero todavía tenía la esperanza de que las piernas por lo menos sí fueran de chocolate. Al fin y al cabo Mariano, el niño del cuento, sólo tenía la cabeza con pasto, yo podía tener las piernas de chocolate ¿por qué no? si todo finalmente está hecho de lo mismo. Un día entré al baño a solas, por primera vez no me seguían ni la enfermera ni mi mamá, levanté un poco la venda de mi pierna y vi que toda estaba café ¡me puse muy feliz! Siempre imaginé el chocolate blanco o rosado por la tonalidad de mi piel, pero igual prefiero el café, me fascina, estaba muy contenta, sabía que cuando me quitaran toda la venda de las piernas en un par de meses iba a tener mis largas piernas forradas en chocolate, era como una fantasía. De ahí en adelante, me asomaba todos los días por el mismo rotico para cerciorarme que el chocolate no se me fuera a caer, también imaginaba que debajo del chocolate podía de pronto aparecer una delgada capa de caramelo, se me hacía agua la boca.
Un día fui al doctor, tenía una revisión; temblaba del miedo, si se daba cuenta seguro inventaría una nueva operación. Pero no, dijo que todo iba bien, no me quitó la venda, solo atisbó por uno de los pliegues, decía que ahí había sido más fuerte la quemadura pero yo sabía que era chocolate. No le dije nada, pues supuestamente nunca había levantado la venda de mi pierna.
liliana vélez jaramillo