El valle

 

Un día soleado, húmedo, bochornoso, al parecer feliz; en mi opinión infernal, hediondo. Sin embargo, intento estar distraída dentro de la iglesia que han abierto sólo para que mi familia entre. Somos cinco. Trato de concentrarme en la luz tenue, en el olor revoltoso de cera de vela y sándalo, en las baldosas del piso y en el pesebre que hay frente al altar con casas pintadas de blanco hechas de cartón y papel maché. Es un pueblito construido sobre la falda de una gran montaña, que hacia el occidente da contra un mar hecho de resina. Cada casita tiene luces internas de diferentes colores que prenden y apagan. Estamos en silencio, pestañeando y haciendo un esfuerzo por no pensar en otras cosas. Yo mareada desenfocando la mirada para no ver a los demás.

 

Tengo que reaccionar, voy hacia mi mamá que está arrodillada en la primera banca, y nos vamos agarradas, derechito hacia el portón principal. Aprieto intermitentemente la mordida y controlo la respiración. De un carro parqueado en la entrada se baja un viejito cadavérico y enclenque, su piel con visos gris ratón ya no es firme y está desprendida totalmente de la carne. Además de los cachetes escurridos, lo que más llama la atención es que tiene una caja de dientes descomunal, más grande que su boca lo cual le impide mantenerla cerrada. Es impresionante mirar a este hombre deshecho que no usa bastón y camina ladeado. Las lágrimas se me escurren, el hombre trae entre sus manos una caja chiquita con un arreglo de flores blancas y helechos en la parte superior. Mi mamá me suelta y agradeciendo al señor, recibe a mi abuelito. En lo que se ha convertido… Dos noches antes hablábamos, me dice pasito, palabra por palabra, que me quiere y que no quiere vivir más, pero yo, egoísta, sigo ansiosa por pasar las vacaciones a su lado, escuchando sus cuentos una vez más.

 

Hoy es jueves, la ruta del bus es otra; los jueves y los viernes el colegio nos deja salir antes del medio día. Me quedo en donde mis abuelitos y ahí duermo hasta el domingo. Lo que más me gusta es llegar y que mi abuelita esté en el cuarto de la televisión con la costura en la mano viendo el programa donde sale mi abuelito, “Yo sé quien sabe lo que usted no sabe”… “Siga Doctor“. Qué emocionante es ver a mi abuelito en la tele mientras me como un confite del tarro de dulces antes de almorzar. Llega mi abuelito del consultorio, nos da un besito en la frente a cada una y sin decir mucho coge un dulce del tarro y chupándolo se tira en el otro sofá cerca al mío. El programa está llegando a su fin, mi abuelita le pregunta cómo le fue, mientras le zafa el nudo de la corbata. De repente suena la campanita, y pasamos al comedor. Sé comer en la mesa perfectamente, me pongo la servilleta de tela en las piernas, mientras Anita y Chavita traen la comida de vegetales que Amalia prepara. ¡Sólo manjares! Para hoy sopa de tomate con queso mozzarella, centavitos de plátano, soufflé de zanahoria, y champiñones rellenos de leche de coco cremosa y jengibre: Mi abuelito prende el radio para oír las noticias del medio día. Él es el único que pone atención a lo que dice la radio, para mí no es más que la música de fondo mientras como y miro por la ventana hacia el jardín. Mi abuelita, que está siempre a mi lado, me soba la piernita mientras se fuma uno a uno los cigarrillos que poco a poco van acabando con ella, en un suicidio cruel, lento, doloroso, no sé porqué lo escogió. Al poco tiempo de sacarle pedazos de pulmón contaminados de cáncer, el enfisema pulmonar la empieza a ahogar, y lentamente, después de la cirugía, mi abuelita se va quedando dormidita hasta que finalmente se muere.

 

Mi abuelo es un gran cirujano y por supuesto un amante deseable. Lo puedo notar en todas y cada una de sus pacientes, maneja la piel humana como si fuera la tela más preciosa del mundo. De igual forma es un carnicero que corta tejidos animales y los cose después como si fueran zapatos. Todo el tiempo está clavado trabajando, sin pensar siquiera en hacer cirugías por el placer del paciente. Opera tumores estomacales de gente que come pelo y cabuya, o que traga clavos o agujas. Limpia por dentro hematomas llenos de estafilococo. Hace reducciones de senos para aliviar la columna. Para lograrlo abre la aureola del pezón y hace un triangulo hacia abajo, sacando la glándula y pelándola como si fuera una papa, la vuelve a meter y corta el pellejo sobrante y lo guarda en un termo, recomendando al paciente tenerlo en la nevera para ponerlo sobre la cicatriz todos los días, así al poco tiempo de las cirugías sus pacientes están prácticamente curados. Habla con pasión de lo que más le gusta: los problemas dermatológicos avanzados. Reconstruye pedazos de piel, pasando piel de una pierna a una oreja, cose las heridas de forma casi invisible y luego pone esparadrapos que ayudan a cicatrizar todavía mejor. Me dice que la piel, como la cáscara, es el contacto tanto con lo exterior como con el interior, y por eso, no sólo es el órgano más cuidado, sino también el más costoso del organismo humano. Las industrias de cosméticos son de las empresas más grandes y ricas del mundo. Le gusta contarme acerca de los tratamientos que hace a la gente quemada, describirme los distintos traumas de la piel, como las atumoradas, planas, escamosas, con lunares cancerígenos o con exceso de vasos sanguíneos. Con base en su experiencia con todo esto, los numerosos comentarios que se refieren a lo que debe ser la imagen del cuerpo lo ponen de mal genio, pues tiene claro que la persona no es sólo la imagen exterior, y que la belleza física siempre se desvanece. No cree en el estándar de perfección, ha visto gente hasta con traumas psíquicos producto de no sentirse deseables; esto los lleva a someterse a mutilaciones inútiles. Advierte que la sociedad del consumo nos pone a trabajar para su propio beneficio y, teniéndome como su adoración, me insiste: —Las mujeres no pueden ser una simple geografía física, hay una auténtica belleza—.

 

También me cuenta historias, sobretodo ahora que estoy más grandecita, con las que claramente me hace entender que no es tan riesgoso contar las cosas, lo que es arriesgado es saberlas. —Saber ciertas cosas lo pone a uno en peligro, así que hay que callar. Si escuchó, nunca darlo como sabido, pues uno siempre está bajo el índice de alguien—. Sin embargo, la muerte lo apasiona y siempre la ha querido tener cerca. Una y otra vez al despedirnos, dice que ya ha sido suficiente y que ése es el último adiós. Ya me lo sé de memoria; ni siquiera me da tristeza pues sé que aunque lo siente todo termina siendo una tomadura de pelo.

 

Cuándo venimos a la finca, los trabajadores suben a rezar el rosario con mi abuelita en el corredor, y después cuentan historias reales de trabajadores y conocidos de la región. Mi abuelito y yo nos tiramos en la hamaca a oírlos antes de dormir. —…que dizque era vieja pero se había hecho más cirugías que un diablo y estaba toda pinta, tenía pasaportes y cédulas que había conseguido en un año no más, y claro… puro crediteta. El mismo patrón mandó a matar al esposo para quedarse con ella—, dice la lavandera por un lado. Enseguida cuenta el hijo del mayordomo, —Conmigo estudió un muchacho que se llamaba John Alex, hijo de unos que cultivan. El 16 de Diciembre lo mataron. Ese vivía con miedo… cuando fuimos a prestar servicio, se meó en la cama el bobo ése. Se la pasaba también llorando por esa muchacha. Todos ésos que salieron conmigo del colegio se hicieron matar de jóvenes. Este John, por ejemplo, era suertudo. Los Urdinola le dieron carro de grado y todo, pero el güevoncito se puso a mariquiar en ese carro y por ahí terminó. A los que les fue más mal con los pistolocos fue a Wilmer y a Juan Carlos, que como trabajaban a veces para Rasguño, y ése se odia con los Urdinola, un día que iban bajando del colegio por la loma, les dieron bala. A Wilmer lo mataron y el otro quedó inválido, y aunque hay quienes dicen que fue una equivocación, estoy seguro que el enredo va es por el otro lado. Es que ese par eran bien aletosos, pero después de quedar inválido, Juan Carlos no siguió jodiendo ni trabajando con esa gente, porque él sabe mejor que nadie que ahí sí lo encienden a bala otra vez—. —Claro—, volvió a decir la lavandera, —Ese muchacho Juan Carlos es hermano de Jeringa, el profesor de la escuela de primaria, el cacorro ése que se drogaba y se comía por el culito a todos los niñitos que asistían a sus clases. El descarado hasta los invitaba a dormir a veces a su casa, diciéndoles que eran salidas de campo. Cuando los papás de los muchachitos lo descubrieron, lo amarraron a un poste de electricidad de los de madera, y en plena plaza, le echaron gasolina y hasta ahí llego el malparido ese—. El vaquero siguió hablando, —…y a Cara de Tierra, que había matado a un señor por Pereira, lo mandaron a matar sus propios amigos, y después, en el entierro, lo lloraban y gritaban. ¡Por qué te fuiste! Los descarados haciendo teatro le llevaron mariachis y ramos de flores. Y Pedro con un tiro trae el otro. Él vive en Cali con una vieja que tiene plata y se la pasa con el patrón que es escolta. A él también le gustó ese mundo así, y los papás que eran gente humilde, ahora viven de fantoches, iguales al hijo, que además nadie le puede decir nada, porque por ahí derecho lo amenaza, y no deja títere con cabeza—. La cocinera procedió, —Por la calle principal del pueblo, en días pasados atracaron a unos, y don Adolfo, de chismoso, se asomó a la ventana. Fue tan de malas que lo vieron los atracadores y sin que les temblara la mano le pegaron unos tiros en la cabeza… eso fue un alboroto. Dicen que saben quiénes fueron, y que la cabeza de la pandilla es Víctor, el hijo de Pastora, que alguna vez trabajó aquí. Ese muchacho siempre ha sido bien maluquito, y lo andan buscando como pan caliente; pasan camionetas y todo tratando de encontrarlo, pero por ahí dicen que está viviendo en Medellín con la mujer y el hijo de Don Adolfo, y que cuando ese niño crezca, vaya al pueblo y se entere de que su padrastro es el mismo que mató a su papá…, ¡ahí sí se va a armar!—. —No somos más que hueso y grasa—, dijo mi abuelo mientras nos paramos para ir a dormir.

 

Aunque no tan brillante como mi abuelo, me he convertido en una analista razonablemente buena. Estas historias no son más que la decadencia y la muerte, y es ahí donde uno se da cuenta que todo este mundo está podrido donde la realidad disgusta. Es falso que el ser humano es único y que lleva dentro de sí una singularidad. Pura mierda. Somos una partida de violentos y desgraciados. ¿Qué animal le pega a otro con un palo, lo chuza con un cuchillo o fabrica armas para matarlo? Además del hombre, ninguno. Nos la pasamos haciendo daño a cuanto animal se nos pase por delante, caemos a diario en el aturdimiento y en la depresión, estallamos de cólera irracional, que ni nos aterroriza, somos una plaga descompuesta y asquerosa. ¿A quién mato primero? No importa. Cuando los haya extirpado a todos, no sentiré vergüenza ni pérdida porque seguramente alguien me hará lo mismo a mí, y demolerá mi cuerpo de la misma forma en que lo he hecho con los demás.

 

La finca es lo mejor. Germán, mí trabajador favorito, me enseña a ordeñar todos los días a las 5 de la mañana, siempre hacemos casas de guadua en los árboles con él y con mis hermanos y a veces vamos de paseo a la loma. Esos paseos son los mejores; nos vamos en carretilla, almorzamos, hacemos un columpio en el samán que está en la parte más alta de la loma y nos tiramos en cartones. Por la tarde volvemos a la casa a dormir. Germán es la verga. Vive con su esposa, sus tres hijos y su tío Fernando que tiene más de 50 años y se la pasa acicalándose como un maniquí. Germán no hace más que remedarlo, contándonos acerca de su trabajo dirigiendo funerales; nos cuenta que los muertos son encerrados en cajas negras, cargadas sobre hombros de vivos y finalmente echados en agujeros que hacen en el suelo. Estas historias hacen que me imagine un mundo oscuro y subterráneo, lleno de lombrices, topos, marranitos de tierra y hormigas, que se van alimentando, unos del cuerpo putrefacto y otros de la caja negra. Cinco días después de haber tenido esta conversación, el tío Fernando murió de repente. Es tan fácil morir… al hueco lo tiraron, hasta ahí llegó.

 

Germán quedó solo con su esposa e hijos. Con todo esto y es un mujeriego incurable; siempre que sube a una mujer a la moto, se la quiere llevar a la cama, anda de cacería día y noche persiguiendo cualquier cosa con faldas. Hace ocho meses lo amenazaron porque se metió con la esposa de un man y éste los cogió en la cama. Desde entonces él está pensando en conseguir un arma, para su seguridad. Pero el güevón, con todo y susto, como que se sigue viendo con esa vieja. El seis de enero a las nueve de la noche llamaron por teléfono, mataron a Germán, lo degollaron y le metieron cinco machetazos por la espalda, uno de los cuales lo atravesó. Esto fue a cien metros de su casa, al lado de la loma. Él gritó y sus hijos y su esposa alcanzaron a llegar cuando todavía pestañeaba. Estaba tan pálido que era casi transparente, lo dejaron en la sala de la casa al lado de la nevera, dentro del cajón negro pero con toda la tapa levantada. Todas las personas que entraron se acercaban y miraban su cuerpo. Durante la visita de pésame, el hijo de siete años relata a cada uno de los visitantes los machetazos que uno a uno mataron a su papá. Después de oír la historia y antes de irse, los visitantes regresan a la sala y lo miran por última vez. La vida no es nada; viene y se va como un abrir y cerrar los ojos. Allá quedó el cuerpo, enterrado en un hueco de ésos. Seguramente por ahí, que todo es tan caliente, cuando la gente empiece a hablar, buscarán a los que lo mataron y los matarán a ellos también. Así empieza y termina la cadena, fundiendo eslabón por eslabón.

 

Mientras escribo reconstruyo mi infancia con retazos de la memoria. No debería estar contando la realidad con nombre propio, según lo que dice mi abuelo, —Aquí la venganza se sirve en plato frío, siempre llega—. Luchamos a muerte por cosas que en realidad no nos interesan. He querido contar éstas historias que llevan conmigo mucho tiempo, enroscadas como una negra caracha en el umbral de mi mente. Ya, en medio de ésta oscuridad, finalmente me siento anónima, y libre para hablar de estas cosas mundanas. No me importa que alguno de esos matones con nervios de acero lea estas verdades y sepa que yo las cuento, se sienta amenazado o cómplice, me quiera perseguir, y que luego, cuando ya esté cansado de buscarme, tenga que terminar por abrir huecos en el piso del jardín de la finca, que siendo realista no es más que el valle de los asesinos. Ahí se enterará de que soy uno más que no llegó al veredicto de la naturaleza y finalmente todas estas relaciones personales serán públicas pero físicamente destruidas.

 

 

liliana vélez jaramillo

 

 

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