Desnuda en la ciudad

 

 

Toda la noche lo pensé, el calor era infernal y mi cuerpo no dejaba de sudar. Envuelta en las sábanas, me acordada de aquellas comidas familiares, cuando sorprendía a todos al subirme al asiento de mi preferencia, ese pequeñito, de parches de jirafa que heredé cuando mi hermano creció y había dejado de usarlo. Me quitaba uno por uno todos los abrigos, sacos, bufandas, pantalones, calzoncitos de encaje para sentarme a comer. Tenía tan solo 7 años y sólo disfrutaba de la desnudez, de mi piel, y de este cuerpo que crecía y cada vez más se asemejaba al cuerpo de mi mamá, pero a ellos, a mi familia no les quedaba sino la mirada atónita ante el striptease cotidiano al que yo los sometía, —¿qué estas haciendo Liliana?— decía mi mamá, quien se disculpaba con todos los comensales y me cogía de la mano, me llevaba corriendo al baño, donde después de una palmada que dejaba mis nalguitas rojas, me obligaba a vestir con esos incómodos trapos que ella me compraba para verme como la niña que ella siempre había soñado: justa, bien peinada, medias de tul, sin manchas de pasto en las rodillas. Al volver a la mesa, seguía disculpándose;  —ustedes saben, ¡cosas del crecimiento! ¡cosas de niños!—

 

Pero lo que no podía explicarles, porque nunca lo había contemplado, es qué de niños, nuestra manera mas directa de relacionamos con el mundo es el descubrimiento de nuestro propio cuerpo. Cuando niña, y aún en esta noche, me paro frente al espejo y observo mi cuerpo, tocándolo, percibiendo sus texturas, la suavidad de mi vientre, cada dedo en su lugar, tantos misterios juntos, y yo inmersa en el absoluto placer de tener todo este cuerpecito para mí. Esa palmada y el rostro de asombro de mis abuelos, nunca los olvidaré, no entendía porqué me castigaban, si era mi cuerpo, ese espacio intimo, esa esfera personal, mi recurso otorgado por la vida para transitar en ella, ¿acaso ellos no tenían cuerpo?, ¿no se contemplaban desnudos frente al espejo?

 

Todo esto pensaba esa noche sofocante, cuándo tomé la decisión. Saldría la mañana siguiente desnuda a la calle, imaginé un día normal, con el ingrediente de mi desnudez y sonreí, imaginando los rostros, los murmullos ante mi cuerpo desnudo, me quedé dormida.

 

Al despertar, no lo dudé, tomé un café, me bañé, dejé la toalla caer, cogí el morral, fui al cuarto de mi madre sudando frío y le dije, ¡Chao ma, nos vemos por la tarde! Y salí corriendo antes de que ella me dejara encerrada o me llevara a la Clínica Montserrat. Justo antes de cerrar la puerta, volví a escuchar el grito de terror de mi mamá, —~Liliiiiiiiiiiana, que estas haciendo!— no me detuve, no pensé en su castigo; sólo tome el ascensor, en el cual bajaban los esposos Santamaría, tal sería su sorpresa de ver a la niñita de medias de tul totalmente desnuda, que nerviosos, no me saludaron, como si nunca me hubieran visto, como si todos estos años de vecindario yo hubiese sido un fantasma, la dimensión de mi cuerpo desnudo los intimidó y pude sentir su vergüenza, su mirada clavada en el tapete del viejo ascensor.

 

Igual les dije, tengan un buen día! y saludé también al portero, quien me preguntó, —Señorita Liliana ¿se encuentra usted bien? afuera está venteando y de pronto la ataca la tos…—, le dije gracias, no se preocupe Alirio, más bien ábrame la puerta del garaje, que voy a sacar la bicicleta, él, se sonrojó, tenía ese deje nervioso en su sonrisa; me reía pensando que mi cuerpo quedaría grabado en el circuito cerrado de seguridad del edificio. Sabía que pronto al apartamento 502 llegaría un memorando de la junta directiva del edificio, donde prohibían el deambular desnudo por las zonas comunes, ya que viola las normas de convivencia y buen comportamiento. Podía leer,  —ustedes saben que hay niños y gente de bien que pueden sentirse agredidos por el comportamiento de su hija Liliana—. Le pasé por encima, nada de eso me conmueve, he estado acostumbrada toda la vida a ese tipo de situaciones. Salí del edificio por la rampa del garaje, preparada para enfrentarme el mundo exterior; lo primero fue el celador del almacén diagonal al edificio donde vivo, ni lo saludé, solo oí mientras pasaba la calle una carcajada; bajé rápido entre los carros de donde sentía miradas, pitos, sirenas de camionetas blindadas, ésa que parece de ambulancia, chiflaban… cogí la ciclo ruta y un grupo de 5 gamines que la parchan ahí en la esquina salieron corriendo detrás de mí, gritando piropos y groserías; decían que me querían comer y chupar por donde nunca nadie lo había hecho; uno se pidió comerme de primero y de ahí en adelante hasta el quinto y volvieron a empezar; lo único que logré fue pedalear rápido y huir de ellos, me dolía la planta de los pies por las púas antideslizantes de los pedales, hasta los que hacen bicicletas que no me conocen me ponen vestida. Estos muchachitos groseros ya se habían quedado atrás, que suerte tuve, pero este viaje estaba siendo bien complicado, aunque en la mayoría de las esquinas podía pasar tranquilamente por que los carros al verme, frenaban y me dejaban pasar dando un beso al aire o un grito al “Señor” por mi perdón; los peatones me mandaban bendiciones, me decían —loca, hormiga culona, pervertida, drogada, ignorante, que tetashaciendo, sospechosa—, todo lo imaginable, pero seguí mi camino hasta que pasé por la calle 37 y dos policías venían en su moto con la sirena puesta, y ahí comenzó de nuevo la persecución; pero ya era “la autoridad”, sentí miedo por un momento, ¡esos sí que me decían cosas! —¡chiquita sabrosita!, mi mielecita venga y le pongo el banano—, unas cosas feas, pero los perdí en el recoveco para coger la subida por el museo de arte moderno; subí y paré en la tienda donde compro la botellita de agua, donde el dueño es un campesinito que siempre mira al piso, pero eso sí, me grito apenas salí, —¡señorita se va a resfriar!— seguí mi camino, pasé por la Tercera en frente de la plaza de la Tadeo, muchos estudiantes me miraron y chiflaron pero pasé mas bien rápido; sentí un gritico de alguien que decía, —miren esa loca, esta demente!—, llegué a los talleres donde a veces me han inflado las llantas y pegaron otra chiflada. El cuerpo potencialmente permite expresar y desarrollar nuevas ideas y emociones, dentro de este caos que ocurría a mi alrededor me sentía feliz, libre, dentro de una esfera que me protegía donde mi cuerpo podía descansar y estirarse sin salir de ella. En la última subida para los Andes, ya había tomado agüita en la tienda pero igual iba sudando, cansada pero muy despierta para la clase de “arte y ciudad”; empecé a subir y sentí un ambiente pesado lleno de exhostos y de frenos quemados, estaba mareada y oía como si estuviera dentro de una burbuja, —¡miren a esa vieja debe ser de arte!— —ay no quien será esa, ¡que oso! Lo peor es que ni se hizo la cera!— —¿Cómo se atreve esa vieja con esas tetas tan grandes y celulitis en el culo a salir así? ¡Me da oso ajeno!— —¡Lili!!!! ¡Hola te nos enloqueciste!— me cayó un saco encima que se resbaló por mi hombro. —Pero está rica, ¡gordita pero rica!— —¡ay, yo la conozco ésa salió de mi colegio qué boleta!…— todo un cuestionamiento, y seguí subiendo, en la esquina, la policía salió y me rodeó; no sabían qué hacer, parquearon motos enfrente mío y se quedaron atónitos y estáticos, así que pasé, llegué al parqueadero, metí la bicicleta, cogí la ficha corriendo porque ya sólo quedaban 5 minutos para el comienzo de la clase, llegué a la entrada principal de la universidad, mostré el carnet y abrí el morral; —todo en orden, pero no la podemos dejar entrar—, todos los señores de la entrada vinieron a mí, sentí morbo en sus miradas, se secreteaban, tenía rabia, ¿que qué? les dije, ¡cómo así que no puedo entrar! ¿no dijo, que tengo todo en orden? permiso, ¡tengo clase! traté de entrar y se me pasaron al frente otra vez, haciendo una barrera y algunos riéndose, —señorita a usted ¿no le da vergüenza? ¿o frío?— dijo uno, y explotaron todos una carcajada. Me dio mucha rabia, esto ya se había vuelto una burla y ordené que me llamaran al rector de la universidad; llegó un man ahí que cuando me vio palideció y con un aire de zozobra me dijo, —buenas tardes soy Carlos Angulo Galvis— o algo así, como si me importaran sus apellidos; le dije, como está, mire, soy estudiante de la universidad le mostré mi carnet con la calcomanía azulita que indica que estoy al día en el pago de la universidad, y por lo consiguiente puedo entrar, y él me dijo, —¿usted cree señorita que yo la voy a dejar entrar así? ¿qué dirían todos nuestros profesores y alumnos? ¿es que no le da pena?— yo hacía como si no le estuviera entendiendo nada de lo que me decía, lo miraba con el seño fruncido, la nariz arrugada y los ojos un poco cerrados; y le dije, el atuendo es algo que inventaron nuestros antepasados sólo para cubrirse del frío, no era algo indispensable ni mucho menos. Insistí e insistí en entrar, trate de decir que ése era un derecho mío, pero después quise ablandar un poco la conversación y le dije que esto era un trabajo que estaba haciendo para una clase de Acciones y que el profesor ya tenía claro como iba a ser, además, tenía clase ya, que si me dejaba pasar por favor.

 

Inmediatamente llegó una señorita corriendo y me pidió nombre, cedula y número de carnet, se los di… ya era una hora después, había perdido una hora de mi clase preferida y tal vez iba a perder más, el señor Carlos se fue, no me dijo más y me senté ahí afuerita a descansar, cuando me di la vuelta había una medialuna de gente a mi alrededor comentando, riéndose y apenándose de mí cuerno, ¿acaso ellos no tienen uno?, ¡que estupidez! murmuré y me senté ahí, el señor del perro negrito apareció, se me escurrieron las lágrimas al ver a ese pobre animalito siendo manejado por ésta bestia que además me dijo, —¡quítese, no ve que usted aquí no se puede sentar!— no salió ni una lágrima más de mis ojos, lo miré mal, me paré, sin ganas de seguir peleando y pensando en volver por mi bicicleta e irme de vuelta a casa, desilusionada de ver cómo mis gestos y mis actos estaban predeterminados, buenos o malos, locos o cuerdos, femeninos o masculinos, antes de ser propios, de pronto llegó esa señorita que me pidió el nombre y los números de identificación, me dio una carta y me quiso hacer firmar un libro grandísimo con argollas y muchas hojas, donde decía que yo había invadido el espacio público, violado las normas de la universidad, tratado mal a los empleados, tenido una actitud no apta para que vieran los demás estudiantes de la universidad y que además era mentirosa. Sabía que no estaba haciendo nada malo, entonces le dije en un tono firme, mire, el hecho de que aquí se diga que la mujer es la que puede llevar el escote y mover las caderas es un convencionalismo igual que llevar ropa, el espacio público es público, no sé qué norma de la universidad dice que no se permite la gente con piel en todo el cuerpo o no sé qué será lo que tengo mal, tampoco traté mal a los empleados, antes ellos fueron los que se burlaron de mí, los estudiantes de la universidad también tienen cuerpo y genitales, ¡no entiendo nada de lo que pasa!, no estuve de acuerdo, así que no quise firmar, y metí la carta cerrada en mi morral, ella se quedó escribiendo en el libro ése; me imagino, —además de rebelde, ¡no quiso firmar!—. ¡Puta universidad de mierda, pensé! fui por mi bicicleta, tiré la ficha y salté la cadenita ésa, la gente seguía hablando de mi desnudez, ¡no lo podía creer! tenía ganas de llorar, me sentía impotente frente a este mundo, ya no eran mi familia o los vecinos sino todos, los que piensan así. Me fui hasta mi casa por la carrera 13 hacia el norte y la gente seguía en el plan de opinar, criticar, hacerme sentir significante o insignificante, me había acostumbrado a ese murmullo, a los pitos, las sirenas, los chiflidos, la gente que me perseguía; pero lo único en que pensé en este trayecto fue, por qué se sigue pensando en los buenos modales, en el comportamiento en sociedad, de lo que se debe hablar, cómo se debe comer, la manera de vestir, en el glamour, en el joven del porvenir Llegue a la casa de mi mamá, donde vivo, y me abrió la puerta Rosi la señora de la limpieza que trabaja en la casa hace 25 años y casi se muere de susto, pensó que me habían atracado y robado toda la ropa, ahí mismo me pasó la toallita de manos del baño de emergencia para que me tapara, ¿pero taparme qué? seguí a mi cuarto, me senté en la cama, Teo y Amor los perritos se acostaron a mi lado, ellos eran los únicos que no se sorprendían al verme desnuda, no sentían vergüenza o morbo al verme, lo hacían con naturalidad, eso es lo que quisiera lograr, que la gente acepte su cuerpo y el de los demás con naturalidad. Cada uno puso su cabecita sobre mis piernas, les consentí sus cuerpitos desnudos por un rato. Si todos somos animales ¿por qué somos tan poco brillantes que le prestamos tanta importancia a lo que fue creado como un abrigo?, se ha convertido en una obligación llevarlo, éstas son cosas tan banales, un disfraz, imaginé.

 

Abrí la carta que me había dado la señora de la universidad, y decía: —La señorita Liliana Vélez Jaramillo, CC: 52853299 de Bogotá, código 200023536, esta suspendida de la Universidad de los Andes por infringir las normas mayores de la universidad, el reintegro se hará 8 días después de la fecha—.

 

Volví a sentir rabia con tristeza, llevo toda mi vida viviendo en un subsuelo de donde no se puede salir porque siempre hay algo que obstruye el paso, la sociedad ha generado unos complejos y una timidez que lo único que logran es que nos tapemos y nos tapemos hasta que de estar tan tapados, nos asfixiamos y morimos. ¡Nos encontramos en el mundo y nos limitamos más! siento una gran frustración cuando me doy cuenta de que el hombre lo único que quiere es competir, por qué no pensar mejor en adquirir buenos hábitos de sueño, en levantarse temprano, que el sol de la mañana es energizante, positivo, claro, en hacer ejercicio sin preocuparse por los centímetros o los kilogramos, esto es una invención moderna, errada, cuándo se ha visto a un perro o a un gato midiéndose la cintura, hay que cuidar la salud mental y física, pasar el tiempo con personas que nos den tranquilidad y con gente de diferentes edades, niños, jóvenes, adultos, ancianos, gente de diferentes orígenes o procedencias, hay que compartir con ellos, no solo saludar y punto, sino interactuar hasta lo más profunda que se pueda, acaso ¿no tenemos todos un cuerpo?, ¿la posibilidad de comunicar a través de él?, la vida es intención, deseo puro, expansión, ¿por qué quieren hacer del cuerpo, un espacio vacío?, me preguntaba ese día en especial, quería decirles tóquense, huélanse, sabrán de su existencia. Esa desnudez no era solo mía, era la metáfora, el camino de la tan anhelada libertad humana, si todos estamos de acuerdo en este deseo, ¿por qué censuran mi cuerpo?, que es el de todos, acaso ¿no les gustaría correr desnudos por la playa?, ¿sentir el aire entre sus pies?, me dormí, hacía calor, ninguna sábana me cubría, una sonrisa se deslizaba por mi piel…

 

 

 

 

liliana vélez jaramillo

 

 

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