El fotógrafo de las víctimas de una guerra desgarrada
Aniceto Córdoba tuvo que enterrar a su esposa Ubertina Martínez en medio de la selva, lejos de su gente. La noche anterior, fue herida en medio del fuego cruzado entre la guerrilla y el ejército que se enfrentaron en Napipí (Chocó) en mayo de 2002, días después de la tragedia de Bojayá. La vida a Ubertina no le alcanzó para llegar al hospital de Vigía del Fuerte. Aniceto culpa al ejército de los disparos contra su casa que, como su pueblo, sirvió de escudo a la guerrilla. Al sepelio lo acompañaron unas misioneras, el hombre que sostuvo la bandera blanca para que no les dispararan en el tránsito por el río, su suegro y un fotógrafo, Jesús Abad Colorado, a quien le dan ganas de llorar cada vez que recuerda las palabras de Aniceto: “Yo qué le voy a decir a mis hijos, si yo la tría viva.”
Y así, muchos paisajes más de esta guerra taladran la memoria de este periodista de 39 años que encontró en la imagen otra forma de escribir la historia, historia que para muchos es inconveniente, que habla de desplazamientos y masacres, que va más allá de las voces oficiales y de los comandantes ilegales, que muestra la cara real de las víctimas, de campesinos, indígenas, negros, todos civiles como Aniceto y Ubertina; una historia que también habla de esperanza y de perdón, pero no de olvido “Porque por estar olvidando nos sigue pasando”, dice Chucho, como lo llaman sus amigos.
Hijo de una maestra y un campesino desterrado de San Carlos (Antioquia) en los setenta, y luego vigilante de la Universidad Nacional fue criado junto a sus siete hermanos con la conciencia de pensar en los demás, más allá del bolsillo propio y los logros personales.
Estudió comunicación social en la Universidad de Antioquia y desde segundo semestre se encarretó con la fotografía, pero no por la técnica —de la que no le interesa saber mucho más de lo necesario—, sino porque vio en ella una herramienta para dejar una memoria impresa y reflejarle a la sociedad lo que es desde muchos ángulos, sin casarse con una sola visión.
Su oficio empezó con una cámara prestada. Después su hermana le regaló otra con la que tomó, para sostenerse, fotos de primeras comuniones, bautizos y matrimonios. Ya para 1991 hizo su primera exposición con fotos del movimiento cultural Barrio Comparsa que mostraba la Medellín de aquel año sitiada por el narcoterrorismo.
Chucho trabajó en El Colombiano de 1992 a 2001 como reportero gráfico, siempre yendo más allá del registro, iba al lugar de los hechos más con la postura de un historiador y de testigo de los horrores del conflicto: en Segovia Machuca, Urabá, Peque, el Oriente Antioqueño, los Llanos Orientales, el sur de Bolívar y otras partes del país que retrataba en el rostro de su gente los dramas que afrontan, las esperanzas que los mantienen vivos.
Por eso se acostumbró a llevar dos cámaras, una para los registros del periódico y otra para construir su propia versión que después contaba en exposiciones, documentos sociales en imágenes.
Desde 2001 trabaja como periodista independiente vinculado a proyectos humanitarios. Ahora viaja con más tiempo a las zonas por donde pasa la guerra, llega con su chaleco y su cámara terciada a hablar con la gente y a conocer su historia antes de hacer el primer clic: “Que vean que llegó una persona y no un medio”.
Así escribió la crónica El camposanto de San José de Apartadó, publicada por El Tiempo en marzo del año pasado y donde cuenta, también en imágenes, cómo acompañó a esa Comunidad de Paz a buscar ocho campesinos asesinados en febrero. Pero también mira la esperanza y retrata antes, después de la toma guerrillera y una vez terminada la reconstrucción a Granada (oriente antioqueño).
“Yo creo que no basta con tener un buen ojo, también hay que tener bueno oído, un cerebro bien puesto y mucho corazón. Uno no puede pensar en hacer fotos para ganarse premios, es un compromiso muy grande, debe ser hecho con respeto y ética, para no terminar tergiversando la realidad o de parlante de la guerrilla, los ´paras´, un gobernante o los militares”, dice Chucho que ha sido reconocido dos veces con el premio de periodismo Simón Bolivar y que en noviembre recibió en Nueva York el Premio Internacional de Libertad de Prensa 2006 otorgado por el comité para la Protección de Periodistas.
Para un convencido de que la guerra no se acaba por la vía armada, premios y exposiciones son la excusa para mostrar en otras partes lo que aquí se ve a diario. Por ejemplo, en Suiza, donde recibió el Premio Cáritas en junio, su exposición La guerra olvidada en Colombia ha recorrido más de 40 lugares, que van desde el Parlamento Nacional hasta universidades y pueblos.
Las fuerzas para seguir con su labor las saca de Patricia, su esposa, y Manuela y Santiago, sus dos hijos. “Hay que mantener la alegría y la esperanza para no ahogarse en el dolor. Si me llego a dar un descanso en este trabajo será para aullar un rato, llorar, porque no es justo que sigan pasando cosas tan dolorosas”, dice Chucho, quizá pensando en historias como la de Aniceto.
Revista La Hoja de Medellín Edición 291, diciembre de 2006 – enero de 2007, página 32