Caminando el viejo camino del dibujo con zapatos nuevos
Por Sol Astrid Giraldo
Una de las tendencias más claras del arte contemporáneo ha sido su renuncia al objeto por privilegiar el proceso del cual surge el hecho artístico. Es un terreno donde importan más los procesos formativos y de constitución que la obra terminada, donde se subraya el polo mental, donde como ha dicho Duchamp, el arte se concibe no tanto como una cuestión de morfología como de función, no tanto de apariencia como de operación mental, donde lo que interesan son los proyectos, los procesos, las relaciones, los juegos mentales, las asociaciones, las comparaciones, donde se desplaza el énfasis sobre el objeto a favor de la concepción, donde la ejecución es irrelevante.
Este cambio de énfasis del polo material al mental ha tenido como una de sus principales damnificadas a la pintura, cada vez menos presente en la escena actual. Sin embargo, mientras la pintura más se apaga, la sensibilidad contemporánea ha presentado una vigorosa reconexión con el dibujo. No se trata sólo del dibujo expandido, ese que ha buscado salirse de los soportes y materiales tradicionales para llegar al diseño, la arquitectura, los comics, la ilustración, el graffitti, la pintura sobre el cuerpo, el computador, el internet; sino del dibujo esencial, el del lápiz sobre el papel que hoy después de 500 años se está practicando vigorosamente, sin prejuicios ni pudores de anacronismo, como si recién se hubiera descubierto
Este renacimiento es evidente en la producción de muchos artistas, en las exposiciones retrospectivas en los grandes museos del mundo de sus colecciones de dibujos clásicos inéditas, en productos editoriales, etc. ¿Por qué está sucediendo este resurgimiento del dibujo, esta nueva valoración? ¿Qué sensibilidad o planteamiento de nuestra época le ha llevado a beber en las fuentes olvidadas del dibujo? ¿Qué están encontrando allí los artistas? ¿Qué mecanismo permite esta reconexión con ese continente perdido? La artista argentina contemporánea Carla Zaccagnini define así esta reconexión en su caso personal: “El dibujo es de las técnicas artísticas tradicionales aquella que tiene una visión más sintética. Es siempre una acción que no se puede volver atrás. Una acción directa del lápiz sobre el papel, un corte, una incisión que queda marcada y que es un pensamiento de síntesis. El dibujo es el que tiene menos mediación entre la idea y la ejecución, al paso que la pintura se hace en capas y uno va a agregando. Identifico mi trabajo con esa actitud”. Zaccagnini participa en el Encuentro con su Museo de las Vistas, un proyecto que viene realizando desde el 2004. Se trata de una colección de dibujos a partir de paisajes descritos por transeúntes a dibujantes policiales, especializados en retratos hablados. La idea es que el archivo de imágenes sea un testimonio de los modos como un paisaje se convierte en imagen mental y como esa imagen mental puede transformarse en discurso para luego ser traducido al dibujo. En este proceso hay algo que se pierde y algo que se mantiene, y este proyecto le apunta a las dos posibilidades.
El dibujo como un acto mental y manual, inmediato, formal, sintético, develador, profundo, esencial, con una materialidad mínima, siempre en proceso, autónomo, subjetivo, radicalmente bidimensional se ha manifestado con estas características a lo largo del viaje que emprendió desde los apuntes del maestro italiano Leonardo da Vinci en el siglo XVI hasta las hojas sueltas del dibujante colombiano contemporáneo José Antonio Suárez. En el interregno se han presentado, sin embargo, hiatos grandes como el del expresionismo abstracto donde el dibujo pareció agonizar sólo para resurgir potente en una época poshistórica como la nuestra, afecta precisamente a la idea, al concepto, a la síntesis, a la desnudez, al develamiento, a los procesos, a lo inacabado.
Para un artista como Bernardo Ortiz este hecho es claro: “Más que establecer un hito que rompe entre pasado y presente se trata de buscar que en el arte contemporáneo lo que permanecía oculto tras el objeto, se haga más explícito. A veces son más importantes los procesos que ha tenido que seguir un artista para producir un resultado. Seguir esos procesos es la obra. Y el resultado es simplemente una consecuencia. En el arte tradicionalmente el dibujo era como el estado previo a la obra, a la pintura o a la escultura. De alguna manera esa historia que tiene el dibujo contiene la idea de proceso. El dibujo no necesita actualizarse mucho en este sentido. El dibujo tiene como implícita esa noción de proceso”.
Ortiz es sobre todo un dibujante, aunque de ninguna manera figurativo: no representa objetos ni imágenes conocidas. Su manera de abordar el dibujo es, en todo el sentido de la palabra, contemporánea. En el arte tradicionalmente el dibujo era el estado previo a la obra, a la pintura o a la escultura. Cuando estos objetos artísticos aparecían, el dibujo se desvanecía, quedaba en la trasescena. Pues a Ortiz lo que le interesa es precisamente esa trasescena, lo que hay detrás, las prácticas, los caminos, los procesos: cómo se llega a un destino, no tanto el destino en sí mismo. Y el dibujo se presta, como ninguna otra herramienta, para estos efectos. Por eso en lugar de reproducir miméticamente imágenes del mundo, Ortiz se concentra en los procesos que hacen posible el dibujo. Por ejemplo, una premisa del dibujo es que es una multiplicidad de puntos, entonces él la exagera y llega a dibujar una sucesión de 116 puntos en el lapso de 38 días ininterrumpidos. Lo hizo durante un viaje, en el que como una especie de diario personal trató de repetir durante todos los días una sucesión idéntica de puntos. Pero, como él mismo lo dice, “nadie se baña dos veces en el mismo río”. Y, a pesar de las apariencias, ningún dibujo terminó siendo igual al otro. Cada uno se producía en una ciudad distinta, con un estado de ánimo diferente, a veces llovía, a veces era verano, el fondo musical cambiaba. Así, esta serie de puntos se convierte en un documento silencioso del transcurrir del tiempo. Ortiz quiere dejar huellas en él, marcas, y convierte al papel en el soporte que hace posible dibujar estas cicatrices. “El papel es la ventana al mundo que me interesa trabajar, en la que transcurre mi universo”, dice.
José Antonio Suárez
Esta idea de diario, de tiempo, también está presente en un trabajo tan inclasificable como el de José Antonio Suárez. Este, lo ha convertido en su modo de trabajo y las palabras arrancadas de la historia: “ningún día sin una línea” se han convertido en su lema. Suárez registra obsesivamente su día a día en hojas de libretas que son una nueva versión de los “Libros de las Horas”, y ese es el trabajo que expone, sin enmarcar, sin empaquetar. Así ha convertido su diario privado en un documento público, pero no de la manera ostensiva de algunos artistas contemporáneos que agobian al espectador con sus intimidades. A pesar de que los dibujos de las cosas que le interesan: animales, apuntes de viaje, figuras humanas, objetos imposibles, etc, están allí en su inmediatez, al lado de las ideas que se le vienen a la cabeza escritas a mano, anecdóticamente estas hojas son impenetrables. Necesitaríamos estar en la cabeza de Suárez, en su cuerpo, en su historia personal, para poder acceder a la anécdota, para poder seguir el camino de sus asociaciones libres, para descifrar sus códigos privados. Nos queda pues el guante de esta anécdota: un guante fragmentado, lleno de chispazos, de anotaciones visuales, donde la línea se reconcilia con su destino de marcar la hoja, ya sea en forma de letra, ya sea en forma de dibujo. Marca, huella, busca de la forma en la nada potente del blanco del papel, como siempre, como en el Renacimiento, como antes, como después.
El dibujo se ha vuelto autónomo, se ha liberado de su destino de soporte, y ahora muestra la cara independientemente. Suárez está concentrado en una actividad compulsiva que no conoce de grandes formatos, de obras acabadas, de palabras fundamentales. El camino, el viaje, bien valen una Itaca. Él la cambia por una bitácora para palpar el transcurrir del tiempo entre los dedos, para palpar el espacio inabarcable de la hoja, para palpar ingenuamente, sin teorías poshistóricas, el placer negado de una forma. Para habitar el aquí y en el ahora. Fragmentos quebrados, dibujos que se superponen, esquirlas de la historia del arte, disecciones de animales, comentarios teóricos, imágenes obsesivas. El mundo de Suárez con su dibujo clásico y virtuoso, sin embargo, es abigarrado, complejo. Hay una especie de horror vacui (todo lo contrario del dibujo de Lucas Ospina fascinado por el vacío), de preocupación por el tiempo, de lucha incesante con la forma. Leonardo emprendió la búsqueda de aquella “cosa mental” con las mismas armas: un lápiz y un papel. Garabateo más de 4.000 hojas buscando descifrar los secretos de la naturaleza y la forma sin nunca llegar nunca a una verdad canónica (tal vez porque tampoco quiso). Al otro lado de la historia, en un tono menor, provocativamente menor, José Antonio Suárez usa las mismas herramientas, pero sin el libreto grandilocuente de la ciencia, la verdad ni el arte en mayúsculas. Lo usa con discreción, juego, humor, pero con la misma fascinación y pasión por el viaje siempre inconcluso de la forma, por las alucinaciones de los fuegos fatuos siempre perdiéndose en el horizonte, por las rutas laberínticas de Itaca. Su trabajo es un manifiesto claro de que no hay que llegar.
Lucas Ospina
Por su parte Lucas Ospina, hace también una reconciliación total con el contorno lineal, con la técnica, con la manualidad, con el soporte que el dibujo arrastra desde el Renacimiento. “Uno se la está jugando ahí –dice-, en el sentido en que se tiene un problema en un papel y hay que resolverlo, de alguna manera, pronto y con muy pocos medios. El papel me parece un gran invento, también el lápiz. No me tengo que poner a pensar en el campo expandido del dibujo, en Rauschenberg haciendo un dibujo con una llanta, o en tener que dibujar con semen o con sangre. Suena un poco conservador, pero es como si un pianista encuentra en el piano una máquina que le permite hacer melodías, con una cantidad de teclas y variaciones, y piensa que esas variaciones no se han acabado. Entonces es como si le dijeran a ese pianista: “vaya y búsquese otro instrumento”… A mí el instrumento que es papel, lápiz, acuarela y tinta me basta. Porque me parece que es un instrumento donde se refleja un progreso gigantesco. No progreso en un sentido positivo, si no un logro grande”.
Ospina se queda pues en los límites de la técnica, del papel, pero no de la historia. La transgrede. Con un contorno lineal cerrado más que una idea, construye una imagen. Ambigua. Inabarcable. En hojas desnudas, ocupa apenas el centro con unos seres evanescentes, mínimos, esenciales. Nada de detalles, volúmenes, perspectivas, pirotecnias, fondos, decorados o ilusionismos. Sus seres son figuras que tienen una relación oblicua con pequeños títulos escritos a mano, también con lápiz, en una esquina del papel: “Hoy amanecí como nueva”/ una mujer se quita la piel del cuerpo, como la máscara desollada del Juicio Final de Miguel Ángel, y se la cuelga al hombro. “La escultora”/ una mujer se corta un pedazo de estómago. “Sin señal”/un hombre se convierte en la antena de su televisor. “Fantasmagoría”/ una mujer acurrucada estrecha un vidrio sobre sus rodillas y en el punto de contacto se forma un corazón rosado. Seres mínimos, desnudos, a punta de desaparecer, sacados de la nada por un trazo seguro, ácido, desencantado, iluminados con un solo color en una sola parte, inmersos en unos rituales como actos privados, perdidos en el misterio de sus cuerpos, la nada del blanco, en el desierto del mundo. Dispuestos a desaparecer mansamente de la misma manera que han emergido. Son una idea, como esa que está escrita a sus pies con letras, ese otro lenguaje hecho de líneas. ¿Son una respuesta escultórica al lenguaje oral de todos los días? Quién sabe. En todo caso no son una ilustración literal. Más bien hablan de una tensión, de un corto circuito, cuando se enfrentan cara a cara dos lenguajes ricos, plenos, inagotables. Las palabras haciendo formas, los dibujos explotando las palabras. La palabra vista como trazo, el trazo visto como línea que escribe. Y como un imperativo el silencio absoluto del blanco que rodea la figura, que la horada. Polvo eres y en polvo te convertirás, la forma es siempre una ilusión dispuesta a desvanecerse en el escenario. Un escenario expositivo problematizado, donde no hay cuadros enmarcados ni colgados, lo cual aumenta la incomodidad, la extrañeza, frente a unos dibujos que no se regalan fácil al espectador. Unas líneas dando sentido, límite, forma, provisional al vacío circundante.
Reconexiones, espejos rotos, quebrados o empañados, el arte que se muerde la cola, que hace círculos elípticos para llegar a la misma parte pero de otra manera… Lo que aparece es el dibujo contemporáneo esencial, sin énfasis, sin retórica, inmediato, conceptual, procesual usando el vocabulario del dibujo clásico para aventurarse en sus propios enunciados poshistóricos.
Portal m3lab, Encuentro Internacional Medellín 2007