Por Pascual Gaviria
Está bien que las salas de exposición hayan tomado la reputación de las cámaras de tortura y que los artistas del día repitan en coro que no les interesa el espacio sacro y mohoso de los museos. Según ellos la vida palpita en la calle y el arte palpita en la vida. Concedido. Pueden dedicarse a las caminadas largas, la observación y la elección a ojo de las obras que se prodigan en todas las esquinas. Tal vez sea un simple y momentáneo acceso de claustrofobia. Y tal vez el espacio que verdaderamente los aburre sea el taller.
Está bien, igualmente, que los artistas se dediquen a exponer ideas, a señalar con una varita distinta al pincel o el cincel. No importa que nos aburran en su intento de mostrar "intertextualidades" o nos desconcierten con "el fluir de las nuevas dinámicas" representado por un elocuente reguero de su cajón preferido. Tienen todo el derecho a "instalar" sus caprichos y a explicarlos en fichas técnicas que toman la forma de ensayos de gran formato. Puede que se trate de un intento valioso para desvirtuar la maligna frase manida: "Más bruto que un pintor".
Y cómo no estar de acuerdo con los artistas que toman la realidad social y política como un componente esencial de sus reflexiones, sus intentos y sus delirios. El artista pueden ser el cronista más lúcido o el observador más agudo y descarnado o el comentarista más original. La España de Goya y de Picasso lo sabe muy bien. Pueden ser incluso activistas de gran calibre, genios del panfleto.
Pero ha surgido una nueva estirpe de artistas, una congregación de poetas de la acción que no se conforman con las imágenes ni con la representación de ideas ni con la simple reflexión que provocan sus atrevimientos. Se han cansado de los símbolos y las interpretaciones. El festival de arte que se desarrolla actualmente en Medellín, con un énfasis en las "practicas artísticas contemporáneas", ha traído algunos de estos artistas con complejo de misioneros. Vienen, influenciados por la sensibilidad de la Madre Teresa de Calcuta, y se dedican con bondad probada a realizar labores dignas de la Unicef o las oficinas locales de bienestar social.
Resolver un problema de vecinos o canalizar una fuente de agua puede ser una labor loable, pero para convertirla en obra de arte se necesita el uso abusivo de una retórica arrevesada. Una cháchara académico-altruista que logrará que el benefactor de turno exponga su preocupación en un catálogo de arte. Por ejemplo: "el levantamiento de la ciudad informal y la crisis ecológica como una reflexión a los conflictos geopolíticos en nuestro tiempo de globalización. Se entiende que los proyectos sugieren las posibilidades concretas para mejorar la relación entre individuo y sociedad". Semejantes pretensiones harían necesaria la verificación de esas obras de arte utilitarias por parte de la contraloría de turno y las veedurías ciudadanas. Obras que deberían ser juzgadas por burócratas y no por el público raso o los entendidos.
El grupo de artistas inspirados por el activismo mamerto y la piedad del primer mundo, por el apocalipsis ecológico y la desigualdad insoportable también se ha encargado de tomar a los niños como herramienta preferida. Hacen de recreacionistas y se dedican a construir globos con los escolares o a preguntarles por su concepto de la ciudad. Luego publican el resultado de sus juegos con seriedad pueril y orgullo de padres. Y hablan de la mirada transversal de la infancia y de la inocencia como valor fundacional. O de cosas por el estilo.
Está bien que los misioneros intenten salvarnos de miserias al tiempo que curan los ataques de mala conciencia. Pero que además se hagan llamar maestros y cambien su cielo de buenas intenciones por un parnaso de creadores, pues no sé? Tal vez sea demasiado.
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