El arte de nuestro tiempo ya no quiere representar, imitar, copiar la realidad. Lo que ansía es la propia realidad. No quiere trucos que la imiten sino estrategias que la convoquen. Por eso su obsesión por los objetos. Duchamp no pintó un retrete, lo puso en la mitad de la sala de exposición. Rauschenberg no esculpió una gallina, la disecó y la arrojó en sus obras, al lado de llantas, cabras, botellas. Los objetos, las cosas, los materiales, ya no los sublimes sino los más cotidianos, insignificantes, los restos del banquete del consumo, invaden la escena del arte. Y dejan de ser mudos: en ellos está nuestra cultura. El arte contemporáneo los deja hablar, los trae a un primer plano, los celebra, los destroza, nos los devuelve. Y con ellos la conciencia de que nuestra vida ya no está en una esfera distinta a la del arte. El arte es igual a la vida, la vida es igual al arte, dice el espíritu contemporáneo.
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