Por Jaime Cerón
Una de las prácticas artísticas que más transformaciones ha sufrido en el último siglo es el dibujo, que dejó de habitar en la esfera privada para situarse definitivamente en el ámbito de lo público. Los artistas del pasado lo sub valoraban como una faceta menor de su proceso de trabajo y los modernistas lo aclamaron como “la conciencia del artista”. Las dos valoraciones, sin embargo, parecían responder a la misma motivación mítica: su aparente capacidad de revelar los “impulsos creativos individuales”, tan poco importantes para los artistas del pasado y tan significativos para los miembros del campo artístico del siglo XX. Durante el modernismo el dibujo cobró una fuerte preeminencia porque parecía sustentar los mitos de la creatividad y la expresión, que dieron forma a lo largo de la primera mitad del siglo XX, a los discursos hegemónicos sobre el arte en general.
Después del modernismo el dibujo se reveló como perteneciente a un sin número de disciplinas simultáneamente, que tienen en común el hecho de compartir la noción de proyecto, para describir la lógica de lo que producen. Esta práctica agrupa a matemáticos, arquitectos, ingenieros, biólogos, diseñadores gráficos, diseñadores industriales, diseñadores de modas y publicistas entre otros. Por ese motivo cuando un artista en el presente se enfrenta al dibujo, no puede dejar de tomar en consideración como esa práctica desborda el campo del arte o de la historia del arte y se enlaza con una cultura visual que le plantea la posibilidad de ser un medio transdisciplinar o mas bien indisciplinado. Es casi una vocación innegable del dibujo el hecho de generar un espacio intelectual, que hace que los verbos dibujar y proyectar se entiendan como sinónimos.
Un dibujo que se conciba como un estadio transitorio o proyección, que se presente como potencialmente transformable, que pueda interpretarse como una puesta en público del espacio mental y que se niegue a ceñirse a un rol disciplinar es a donde ha llegado recientemente Milena Bonilla. En su proyecto Estructura, ella parece explorar la condición de escritura primigenia o primitiva que todo dibujo parece encarnar. Presta mucha atención a la indeterminación que conlleva un grafismo, cuando es ejecutado por una persona cualquiera en algún trozo de papel. Insiste en que es una alternativa para deshacerse de una idea preconcebida que ronda la cabeza, que no tendría otra vía para encontrar un escape, es dibujarla. Los equívocos en la configuración parecen anunciar la vitalidad de una elaboración que puede siempre encontrar una vía que no existía visiblemente de antemano.
Dentro de las prácticas artísticas contemporáneas, la idea de proceso se ha comprendido de muchas maneras, aunque sobre un cierto denominador común: la oposición contra la sobre determinación y sus efectos ideológicos. Si un proyecto artístico no siguiera un proceso de algún orden, y simplemente pusiera “en escena” lo que un artista tuviera en mente, movilizaría asuntos que básicamente ya serían conocidos de antemano por el artista, lo que podría llevarlo muy cerca de un status quo. Se diría ante esto que lo que tiene de interesante la experiencia humana es que se sale azarosamente de esos rumbos prefijados.
¿Cuantas veces planeamos nuestros días sobre los supuestos de que vamos a seguir una serie de acciones y un encuentro fortuito con otra persona nos altera completamente el rumbo? ¿A cuantas fiestas o reuniones asistimos solamente porque nos topamos en el camino con algún amigo?, ¿No han surgido de estos imprevistos relaciones amistosas e incluso afectivas? ¿No es por eso que es divertido estar vivos?
A Milena Bonilla le interesan los procesos, no solo los que ella genera, sino sobre todo los que ella percibe dentro del campo cultural mediante la acción de otras personas o de los propios ritmos vitales de las ciudades o los discursos dominantes. En ellos Bonilla encuentra algunas de sus fuentes potenciales de confrontación de lo sobre determinado.
Una de las primeras imágenes que recuerdo de ella, fue realizada a mediados de la década del noventa cuando apenas comenzaba su carrera. Se trataba de un “autorretrato indirecto” elaborado como ejercicio de una asignatura y para el cual tomó como punto de partida los comentarios que le hacían los hombres cuando ella caminaba por la calle. Sobre un mapa de Bogotá ella demarcó con un vinilo transparente, aunque ligeramente rosa, el área por la cual se movía diariamente y señaló con una serie de alfileres con cabezas de colores algunos lugares en esa área. Las habituales convenciones que llevan los mapas en la parte inferior, fueron reemplazados por puntos de los mismos colores de los alfileres, junto a los que escribió, con letras recortadas de periódicos y revistas, los “piropos” de los hombres. Su manera de apropiarse de la ciudad la llevo a reconstruir sobre este mapa diferentes recorridos, identificados por comentarios sexistas demarcados in situ de acuerdo a donde fueron proferidos, lo que le ayudaba a pensarse de forma más compleja desde afuera.
Varios han sido sus proyectos posteriores que parecen recurrir a procedimientos metodológicos similares, en donde factores aleatorios han sido usados estratégicamente para precisar un campo de acción o definir un problema estructural. Viene a mi mente un trabajo relativamente reciente, que fue premiado inicialmente en el proyecto Barrio Bienal y con el que obtuvo luego el primer premio del Salón Regional de Artistas de Bogotá. Se llamaba Plano transitorio y consistió en la intervención sobre una serie de rutas de bus en Bogotá que seguían recorridos de norte a sur o de oriente a occidente, muchas de ellas de forma zigzagueante. Dentro de los buses ella prestaba atención a una rotura en la tapicería, que procedía a fotografiar, para luego remendar pacientemente y finalmente volver a registrar en fotografía. El color del hilo utilizado para los remiendos, se definía de acuerdo a la ruta a la que pertenecía el bus o buseta. En total realizó 25 recorridos que demarcó bordando su trayecto sobre un mapa de Bogotá, con los mismos hilos de colores, empleando la misma convención de color por cada ruta.
Estos dos proyectos, provenientes de dos momentos medianamente alejados entre sí dentro de su proceso de trabajo, parten de dos problemas interrelacionados: la ciudad, entendida como un terreno simbólico y el yo, entendido como una construcción imaginaria. Se podría decir que en estas dos obras ella transita de uno a otro de estos problemas. En el primera obra ella llega a identificarse con lo que la ciudad le devuelve de sí, mientras que en la segunda reconstruye la ciudad con los gestos que a ella le suscita el hecho de recorrerla. Son por lo tanto dos formas de responder a un mismo interrogante.
En otra serie de proyectos Milena Bonilla exploró otro contexto o escenario de producción de situaciones sobre determinadas que parecen terminar regulando la lógica con la que asumen las personas su vida diaria. En ellos, el espacio económico aparece como el envés de los espacios social y político dado que tiende a globalizar en términos corporativos las necesidades o deseos de los sujetos. En obras como Bag o Alpargatas ella tiende a refrenar la simplicidad con que se asume el significado de la publicidad o la industria, volcando una serie de fantasías subjetivas dentro de su interpretación que cuestiona a la vez las categorías de lo global y lo local.
En su proyecto Huerta casera, ella realiza una operación similar. Por su título y apariencia, un espectador podría pensar que se trata de una citación mimética de la manera como se “improvisan” jardines en terrazas y balcones de barrios de estratos socio económicos medios y bajos, en toda suerte de recipientes. Una observación más detallada deja ver que aunque exista una referencia a esas situaciones, no es otra cosa que una estrategia para producir una identificación que permee su apropiación cultural, puesto que la relación entre los recipientes y las plantas no es aleatoria. Un examen juicioso nos lleva a descubrir que en un envase de Avena Quacker se ha sembrado una planta de avena o que en un frasco de Nescafe se ha sembrado una planta de café que hay un mata de cebada en una lata de cerveza Heineken. Huerta casera es un ejercicio de descolonización del influjo corporativo, porque se apropia de sus emblemas para “hacer nacer”, literalmente, una versión local y particular de lo dicho influjo representa. El tipo de cultivo que se produce en esta huerta, escapa a las especulaciones y controles del mercado.
Una variante de este proyecto, que potencializa sus dimensiones políticas es Consumo legal: coca y maíz/boceto para un cultivo en América que se compone de diferentes fragmentos de botellas de Coca Cola en donde se han sembrado plantas de coca y un conjunto de empaques de Corn Flakes (hojuelas de maíz) en donde se han cultivado sendas matas de maíz. Dado que se exhibió en el patio del Museo de Arte Colonial, potencializó los debates en torno a estas dos plantas por su carácter sagrado para las comunidades que habitaron América antes del proceso de colonización europea y su presencia marginal e incluso ilegal en el caso de la coca para las sociedades posteriores. Si se examinan estos últimos proyectos, es visible la manera como pueden traer a colación los debates entre las diferentes concepciones de cultura que se cruzan para dar forma a las ciudades en América Latina, entre las que se ubica Bogotá que parece hacer sido un detonante y referente para las prácticas artísticas realizadas por Milena Bonilla.