Por José Roca
Maestra en Bellas Artes y antropóloga de formación, Gloria Posada ha sido una constante animadora del medio artístico en Medellín desde un trabajo múltiple como artista (tanto individualmente como en colectivos), poeta, pedagoga y escritora de notas sobre arte [1]. Muchas de estas actividades involucran grupos amplios de personas de diversas disciplinas para realizar una propuesta artística muy interesante y compleja, que toma la ciudad, sus habitantes y su diario vivir como tema para su investigación. De las señales dejadas como testimonio, marcas en el territorio o en los objetos, Gloria Posada infiere – como en una arqueología arcaica – los rasgos que definen el comportamiento colectivo de un grupo social determinado, a la vez que lo involucra como protagonista y ejecutor del mismo.
La metáfora cartográfica es un tema recurrente en el arte contemporáneo y ha sido utilizada por Posada como herramienta para evidenciar aspectos de la realidad urbana que le interesan y que han devenido característicos de todo su trabajo. La ejecución de mapas por diversos medios (la fotografía, el frottage, la performance colectiva, el video) le permite establecer la superficie de un territorio dado (físico, afectivo, político, relacional); la escala y complejidad de estos »mapas« requiere implícitamente la participación de muchas personas para lograr materializarlos, lo cual es también importante para Posada, pues de esta manera supedita su propia voluntad artística individual a las contingencias que implica el trabajo participativo.
Estos mapas toman formas diversas. En 1996 y como parte de una exposición en Dortmund, Alemania, Posada envió una serie de cartas a personas diseminadas por todo el mundo (artistas, críticos, curadores y otras personas no necesariamente vinculadas al medio artístico) con el fin de invitarlos a que enviaran una fotografía de »su« cielo, con las cuales – una vez ampliadas – la artista compuso un gran cielo colectivo. La expresión »mi cielo« es un oxímoron pues enfrenta conceptos opuestos: el cielo es colectivo por definición, pero cada imagen era resultado de la proyección de la subjetividad en la mirada, tanto en el encuadre como en el color, y las asociaciones personales o convencionales que ello implica. La carta del cielo establecía así una conexión entre lo individual y lo colectivo a partir del collage como estrategia formal y de producción.
»Los caminos que hemos hecho caminando«, 1992, es otro ejemplo de este esfuerzo por hacer visibles las cartografías colectivas gracias a un trabajo colaborativo. La obra consistió en marcar con cal blanca los senderos que la gente ha hecho en las áreas no pavimentadas del campus de la Universidad Nacional de Medellín. Estas rutas de trazado orgánico, que vistas desde el aire recordaban las líneas de la mano, evidenciaban que las organizaciones racionales de los recorridos y de las actividades (establecidas en este caso por los arquitectos que planearon el campus) casi nunca son reflejo de las maneras idiosincráticas y variables con que se establecen las relaciones de los individuos entre sí o con su entorno, natural o construido. Uno de los fracasos de la planificación urbana moderna fue asumir que las relaciones entre los individuos se hacen de manera jerarquizada y altamente estructurada. Este tema es desarrollado por el teórico Christopher Alexander en su conocido ensayo »La ciudad no es un árbol«, en el cual opone a los organigramas racionales un »lenguaje de patrones« vinculado de manera estrecha con las relaciones que establecemos con los sitios en los que vivimos. »Los caminos…« mostraba que los rituales cotidianos y los mapas personales son a la vez impredecibles y altamente repetitivos, diferentes para cada cual y a la vez coincidentes en gran medida con las costumbres y usos de un determinado grupo social.
El proyecto que se presenta en la sala de la Alianza lleva por título la expresión más directa de lo cartográfico: »Mapa«. Consiste en una gran impresión fotográfica realizada por medios infográficos sobre un soporte resistente a la intemperie y al tráfico, colocada en el piso con la intención manifiesta de obligar al público a vencer los tabúes asociados con la obra de arte (el carácter casi sagrado del original) para que camine directamente sobre ella. La imagen está compuesta por fotografías de las palmas de las manos de habitantes de Sabanalarga (Antioquia), personas que han sufrido en carne propia los efectos de la guerra interna en que está sumido el país: asesinatos de seres queridos, mutilaciones, desplazamiento de sus casas y fincas, del territorio en que transcurría su vida diaria. La mano – a pesar de su relativo anonimato como imagen »genérica« – es a la vez signo de identificación concluyente: en las huellas encontramos la prueba de identificación que no podemos encontrar en la cara. También están allí las huellas del trabajo, de las ocupaciones cotidianas. Si los sentidos (especialmente la vista) son nuestra forma más directa de contacto con el mundo, las manos lo son por excelencia en un sentido físico, y como tal están asociadas al lenguaje en su capacidad metafórica para definir la naturaleza de estas relaciones: dar una mano, poner manos a la obra, pedir la mano, tener buena mano, ser la mano derecha, estar a mano, a mano salva (a mansalva), mano a mano, con las manos en la masa, traerse entre manos, con las manos atadas…
Proceso iniciado en 1997 con la obra »Caminos de vida«
El espectador es conminado a recorrer este particular territorio, en cuyas esquinas está una banda sonora que repite fragmentos de testimonios de los habitantes de este pequeño pueblo antes y después de la incursión paramilitar de 1998, luego de la cual unos de ellos murieron y los otros fueron obligados a dejar el territorio. »Mapa« vincula estas historias personales a una dimensión que trasciende la de la colectividad inmediata (la de Sabanalarga) para conectarla con una de las tragedias derivadas de la violencia por la que atraviesa Colombia: la pérdida del territorio va dando como resultado un país cuyo mapa social está mutando vertiginosa y brutalmente, en el que la relación básica del hombre con su entorno – entendido como territorio físico, pero también como costumbres, usos y tradiciones – se está perdiendo. La obra nos habla de desolación, que en su etimología se refiere a la des-territorialización, la des-solación, el alejamiento del suelo. En este sentido y recordando la quiromancia, las líneas de las manos pueden ser leídas como portadoras de un sino trágico; la desolación de los habitantes de las periferias de los centros urbanos colombianos es doble: no-pertenencia al sitio, no-pertenencia a un conglomerado social. Allí está el germen de un fenómeno cuyas implicaciones a largo plazo son de una gravedad incalculable.
nota
1. Ha publicado tres libros de poesía: Oficio Divino (Premio Nacional de Poesía joven en 1992), Vosotras (1993) y La cicatriz del nacimiento (2000).