Beatriz Olano, Poética del Espacio

 

Por Carlos Arturo Fernández Uribe*
Las obras de Beatriz Olano se imponen por su carácter literal y directo: están allí, presentes ante nosotros, con todo lo que las constituye, sin que jamás primen referencias metafóricas, ni significaciones ocultas, ni evidencias históricas. Existen solo en cuanto intervenciones espaciales que invitan a la persepcion y al disfrute de una particular experiencia. No se trata de que “no signifiquen nada”, sino que significan el espacio que ellas mismas crean y hacen posible, tanto para la artista como para el espectador. Y esta literalidad del espacio desarrolla una experiencia estética que no encuentra lugar fácilmente dentro de los ámbitos tradicionales de la historia del arte sino, mejor, en contextos posthistóricos en los cuales la creación de la obra se vincula con intensos procesos de reflexión.

 

Por supuesto, a lo largo de la historia, el hombre ha procurado siempre llegar a una comprensión y, mas todavía, a una interpretación del espacio, mas allá de las simples dimensiones de su reconocimiento y uso que, en realidad, son niveles en los cuales se aproximan entre si todos los seres vivos. En efecto, la historia del arte puede leerse desde esta perspectiva espacial, y, como testimonio de ello, la arquitectura ha sido considerada siempre, con justicia, como la mayor entre todas las artes. Y aunque los arquitectos del Movimiento Moderno rompieron esos vínculos y trabajaron con base en conceptos geométricos y funcionalistas que se pretendía descubrir al margen de la historia, las últimas décadas, posthistóricas, parecen haber recuperado los procedimientos básicos de la alusión narrativa y de la arquitectura como arte.

 

Por el contrario, la actitud de Beatriz Olano no tiene un carácter historicista, ni puede comprenderse por una directa referencia a la historia del arte. Y, por eso, aquí no nos encontramos ante el espacio como arte, sino ante una poética y, en definitiva, frente a una filosofía del espacio, que no se afirma en cuanto realidad objetiva sino como forma de la sensibilidad. Así, su obra se ubica en la división de caminos más definitiva y trascendental de la cultura artística contemporánea, aquella que nos permite dejar atrás la mera representación de la realidad para centrarnos en el análisis directo de los procesos estéticos. De alguna manera, puede afirmarse que ya no interesa tanto el conocimiento del mundo, -que había logrado su mas elevada formalización, primero en la perspectiva renacentista y la geometría cartesiana, y luego en el racionalismo del Movimiento Moderno-, sino la comprensión de los procesos que nos permiten conocerlo, lo que se convierte casi en una obsesión para el arte a partir de Cézanne.}

 

En otras palabras, si en medio de la exhuberancia de un ambiente barroco o, en el polo opuesto, frente al rigor de un interior neoclásico, mantenemos las mismas preguntas acerca de “¿qué significan estos espacios?”, “¿qué nos quieren decir?”, ante una obra como la de Beatriz Olano preguntamos “¿cómo es este espacio?” y, en definitiva, “¿que es el espacio?” y a esta pregunta por la naturaleza del espacio se responde a partir de la intuición, a diferencia de casi toda la historia del arte que lo había comprendido como forma simbólica.

 

Tras una etapa inicial de pinturas, que podrían definirse como “neoexpresionistas” por su fuerte colorido y el carácter antigeometrico y orgánico de las formas, Beatriz Olano desarrolla su consolidación artística básica, entre 1992 y 1994, en un clima de ascetismo formal y cromático, todavía esencialmente vinculado con la pintura: verdes, blancos y colores terrosos, con fuertes valores de textura, formando varios planos sobre formatos rectangulares. Pero además, ya desde esas primeras pinturas se produce una apertura mas explicita y consciente hacia las experiencias espaciales, al buscar relaciones entre varios paneles e inclusive al organizarlos en una especie de instalación.

 

La aparente simplicidad de estas obras evoca de inmediato el constructivismo minimalista, del cual, sin embargo, las separa casi todo: aquí predomina un sentido subjetivo e inclusive emocional, muy distante del radicalismo formal del Minimal que, además, en principio, solo actuaba sobre elementos tridimensionales.

 

Puede decirse que tras esta etapa formativa la artista no se dedicara más a la pintura como arte independiente y, mas adelante, recupera una amplia riqueza cromática. Con todo, aquellos paneles marcan el comienzo de un aspecto fundamental de su lenguaje plástico, al desarrollar una extensa gama de posibilidades dentro de sus intervenciones espaciales: desde auténticos cuadros o conjuntos de ellos ubicados en las paredes, o la utilización de estas, sin alteración de color, como planos integrados a la obra, pasando por la pintura de muros completos divididos en zonas mas o menos geométricas de colores planos, o la extensión de iguales tonos sobre objetos o fragmentos encontrados, hasta la insinuación de “velos de color” que dividen el espacio y de los cuales sólo nos quedan algunas “pistas” constituidas por líneas en paredes, pisos o techos.

 

De todas maneras, son trabajos que van más alla de un simple interés por la pintura y por lo pictórico, para ubicarse en aquella preocupación básica de la historia del arte por el espacio. Mas que pinturas, son la manifestación de una arquitectónica que determina desde el comienzo los propósitos de la artista, inclusive en el ámbito bidimensional: aunque de alguna manera pueda decirse que se trata de “pinturas abstractas”, en un cierto sentido “minimalistas” pero, al mismo tiempo y en algunos casos, “matéricas” y hasta “objétuales”, aquí lo que se impone es una aproximación sensible al espacio, que no existe como un hecho objetivo, que se pudiera identificar, por ejemplo, con las normas de la perspectiva ni, aunque solo fuera, con las dimensiones materiales de los planos. Lo que existe es el espacio en cuanto tal, es decir, como forma solo perceptible a través de la sensibilidad y, por lo mismo, imposible de ser desarrollada desde una posición teórica que considerara como secundaria la experiencia sensible.

 

Pero quizás el proceso mas notable de Beatriz Olano se desarrolla desde finales de 1994 cuando, con motivo de su exposición de grado en el School of Visual Arts de Nueva York, realiza dos obras simultaneas, Room y Pantalla, series de trazos negros sobre las paredes blancas de una habitación y de un corredor de la Escuela, coherentes con el ascetismo de los trabajos anteriores pero ya claramente planteadas como intervenciones del espacio, en un sentido que marca muchas de las direcciones de su obra posterior.

 

Ante todo, como se puede afirmar de casi todas las instalaciones e intervenciones espaciales, estas son obras efímeras, de carácter transitorio, de las cuales los documentos fotográficos o de vídeo solo alcanzan a dar un testimonio de su existencia y a insinuar algunos de sus alcances estoicos formales. Pero ello es especialmente limitado en este caso particular, por que aquí el problema que se enfrenta es, precisamente, el espacio mismo, una realidad cuya constitución y experiencia escapan casi totalmente en aquel tipo de documentos.

 

Sin embargo, porque se trata de obras irrepetibles, esencialmente vinculadas con los espacios concretos a partir de los cuales se ha trabajado, la única posibilidad de regresar a ellos es a través del precario testimonio documental. Si bien es cierto que, en intervenciones posteriores, Beatriz Olano introduce la idea de reciclar ciertos objetos particulares procedentes de obras pasadas, es evidente que ello no esta relacionado con la posibilidad de la repetición, entre otras cosas porque dichos elementos son siempre parciales frente a la totalidad espacial que se busca crear.

 

Posibilitar que el espectador experimente de manera intuitiva la realidad del espacio, implica un proceso similar por parte de la artista; es esta una obra fundamentalmente visual, en la cual debe avanzar también intuitivamente, casi por instinto: una línea o una forma pide otra, y así sucesivamente, hasta lograr el marco general de la experiencia. Es claro que aquí se hace patente la dimensión lúdica del arte, el hecho de la libre posibilidad de movimiento y variación; pero, al mismo tiempo, es necesario destacar que se trata de un juego absolutamente tenso, e inclusive angustioso, donde se prescinde de todas las posibilidades referenciales. O, cuando existen, se ubican en el mismo contexto intuitivo.

 

Por ejemplo, la artista recuerda las fotografías de las arquitecturas de Luís Barragán como una de sus primeras experiencias con la belleza, con lo que aquellas presentan como superación de los más simples esquemas geométricos de la arquitectura moderna. Pero, inclusive frente a una referencia como la de Barragán, Beatriz Olano desarrolla una dosis adicional de tensiones. Así, desde Pantalla, de 1994, aparecen ya líneas sutilmente torcidas que mas adelante se continúan en estructuras apenas descentradas o en composiciones ligeramente oblicuas, como en los Empaques de la instalación Color y Memoria, de 1999, en la Galería de la Oficina en Medellín (previamente presentado al premio Johnnie Walter en 1999): son detalles a veces casi imperceptibles, incluso el espectador atento, pero que actúan eficazmente para hacernos intuir que nos ubicamos en un contexto estético. O en Room, de 1995, donde el recuerdo de los interiores protorracionalista (como el del cuarto de huéspedes del apartamento de Kolo Moser en Viena, de 1902) se desvanece ante la ausencia de toda condición funcionalista.

 

Pero no se trata, en ningún caso, de elaboraciones dramáticas como las que caracterizaban los espacios barrocos, ni de los choques de ciertas arquitecturas y escenografias expresionistas; es solo la justa dosis de naturaleza que rompe con la utilidad de la construcción y que, sin exaltaciones retóricas, permite comprender que se trata de un espacio orgánico y vital.

 

La intervención sobre espacios previamente existentes conduce muy pronto a la artista a la comprensión de que su obra se ubica en otro espacio, que es el creado por ella en cada caso, y el cual el primero es solo un punto de partida. Se logra así un clima de libertad creativa, extraño para muchos artistas de instalaciones, aprisionados en espacios cerrados y arbitrarios.

 

Si la obra es el espacio creado, este no puede verse limitado por simples arquitecturas que, de alguna manera, siempre continúan siendo externas. Por eso, se multiplica en espacios sucesivos, como en Wallpaper, Sin Titulo, y Porton, de 1996, que posibilitan un incremento de sensaciones espaciales, coloristas e inclusive táctiles.

 

Los espacios son cada vez menos planos y más totales lo que, en efecto, solo se pude lograr a través de procesos de fragmentación, involucrando pisos y techos y asumiendo la presencia del exterior, para luego lanzarse fuera de los muros cerrados. Así, Playroom, de 1996, trabaja sectores relativamente separados dentro de un espacio cerrado, integra planos en papel y en color sobre los muros, pisos y techos e inclusive sobre objetos cotidianos y encontrados, y añade texturas de esponjas y tapetes como queriendo que el espectador cuente con mas motivos de percepción. Sin embargo, a la fragmentación efectiva se responde con una sugerencia de integración igualmente eficaz por medio de trazos y líneas de unión, que posibilitan, al mismo tiempo, experiencias coherentes de orden y de libertad. En Conexiones, de 1997, es el exterior el que ingresa a través de la ventana y transforma por completo la visión del muro, en el cual ya no resulta obvia la diferencia entre afuera y adentro.

 

A la original agregación de objetos encontrados y reciclados, se sumaba paulatinamente la mencionada búsqueda de nuevas texturas y materiales y, luego, opuesta, que se mueve desde lo natural hacia lo racional. Es lo que ocurre, por ejemplo, en Hacia el Jardín, y en Alteraciones, del Festival Internacional de Arte de Medellín, ambas de 1997, y en Espacios Alterados, en la Galería de la Oficina, del mismo año, donde se introduce una tensión adicional al cambiar las naturales por flores de plástico. En todas estas obras, los elementos naturales- , se ven forzados a seguir líneas rectas o a encerrarse en formas ortogonales, mientras que, simultáneamente, lo artificial se somete a los ya citados procesos de sensibilización orgánica.

 

Y, yendo más lejos, quizá puede afirmarse que en este proceso el salto al paisaje era apenas natural. Se produce y desde 1997 con Inside out (Chocolate Factory), donde de manera sutil, interviene globalmente una vieja fabrica. Y es total en Visibilidad, de 1998, en la Biblioteca Luís Ángel Arango de Bogota, donde integra pintura, construcción y proyecciones.

 

En todo caso, lo mismo que en los interiores, estos trabajos sobre espacios abiertos o paisajes se crean como realidades que hablan a la sensibilidad y la intuición, como una poética del espacio antes que como afirmaciones ideológicas. Beatriz Olano crea su ultima obra, Del más acá, en la Biblioteca de Eafit en 2001, a partir de los peculiares espacios urbanos que son los cementerios, pero no se involucra en referencias a los temas de la violencia o de la muerte que resultarían apenas obvios: donde casi siempre encontramos un problema social o un motivo filosófico o literario, Beatriz Olano se detiene en la dimensión espacial.

 

Sin embargo, de la misma manera que en todos los casos anteriores, y, en general, frente a toda obra de arte, el espectador llega a esta experiencia del espacio con su propia carga personal de emociones e intereses. Y, por eso, cada uno se relaciona con la obra desde su propia historia.

 

Quizá, a pesar de la placidez que caracteriza los resultados finales, a lo largo de la producción, la artista puede no saber jamás en que punto el proceso se encuentra y, ni siquiera, definir con precisión lo que esta buscando, porque, en cuanto se dirige a la experiencia del espacio como realidad sensible, no puede contar con una previa formulación cerrada (la acción de estas obras no se produce en un terreno ideal que, como pretendía Sol LeWitt en sus Sentencias sobre Arte Conceptual, se transcribiera luego mecánicamente en la practica, sin posibilidad de cambiar de opinión en medio del proceso).

 

Y es que, cuando se afirma que aquí se desarrolla una poética y una filosofía del espacio como forma de sensibilidad, se esta diciendo que la obra se crea en un medio concreto y determinado y que, inclusive, solo permite un planteamiento muy genérico, previo al directo trabajo en el lugar elegido (tal vez las dificultades experimentadas con su obra Jardines en el Salón Regional del año 2000 se debieron, precisamente, a que se trataba de una obra ya completamente hecha, ubicada luego en un ambiente ajeno). En este sentido, nos encontramos aquí frente a un trabajo que escapa por completo a la mecánica de los “proyectos” que caracterizan una amplia franja del arte de las últimas décadas, y que, por el contrario, se crea solo en su efectiva realización.

 

Sin embargo, las obras realizadas posibilitan una especie de “proyectos a posteriori” que ayudan a captar la riqueza espacial de las intervenciones, pero que, en último termino, pueden valorarse como construcciones bidimensionales, con sus propios valores cromáticos y formales.

 

Beatriz Olano es artista. Esencial y radicalmente artista, y no pintora, escultora o arquitecta. Con extraordinario rigor y coherencia despliega ante nosotros nuevos territorios de experiencia. Y, sin falsos esteticismos, nos invita a recorrerlos, sin el interés de transmitir reflexiones exteriores, pero si con la intuición de que la experiencia directa de estos espacios puede desplegar dentro de nosotros nuevas dimensiones de realidad.

 

*Profesor de la Facultad de Artes. Universidad de Antioquia

 

 

Esta entrada fue publicada en Arte y etiquetada , , , , , , , , , , , . Guarda el enlace permanente.