Por Jaime Cerón
Uno
Negociar con la realidad de “lo real” es una proeza que suele adquirir proporciones titánicas cuando sobreviene la precariedad económica. En este sentido, individuos, grupos humanos y comunidades enteras en el tercer mundo, ven abocada su supervivencia a la posibilidad de recurrir a estrategias primigenias de transformación de la materialidad de sus contextos inmediatos ante la ausencia de otros mecanismos o sistemas de transacción simbólica y económica. Estos sujetos están reescribiendo la propia génesis del pensamiento humano en relación con el universo concreto de su experiencia cultural que a diferencia de la de los pueblos primigenios, que hicieron el tránsito de la naturaleza a la cultura, está altamente saturada de representaciones.
Nuestros antepasados más remotos, colonizaron su entorno natural, con proyecciones, saberes y destrezas que les permitían intervenir cada vez de forma más sofisticada en aquella realidad concreta que los precedía. Elaborar un hacha a partir de una tosca piedra, atada con un junco a un trozo de madera implica generar un instrumento inexistente hasta entonces, sin perder de vista su vínculo con aquello que ya existía. Muchas de esas actitudes persisten en nuestros ámbitos domésticos contemporáneos en donde permanentemente recurrimos a procedimientos intelectuales similares para resolver necesidades primarias. ¿Quién no ha tomado un refrescante vaso de jugo en un ex-frasco de mermelada? ¿Cuántas veces hemos colocado lápices o bolígrafos en tazas de café? ¿En que casa de familia no se guardan puntillas o clavos en antiguos envases de cremas o desodorantes? Los ejemplos posibles de estos procedimientos son tan amplios y diversos que no tendría sentido intentar delimitarlos. Ellos sin embargo señalan hasta que punto estamos familiarizados con la paradoja de que todas las formas de invención, o todos los proceso creativos, se enuncian desde una intervención sobre situaciones dadas de antemano. Como solían decir los posmodernos: la originalidad no existe.
Esta forma de conciencia es muy cercana a la que tuvieron los artistas que dieron forma a la vanguardia histórica de comienzos del siglo XX en Europa, que necesitaron actuar sobre o contra un campo, que parecía estar estructurado de antemano, y que no era otra cosa que “la institución del arte”. Estrategias formales como el collage, el readymade, o ensamblaje en las primeras vanguardias, o el performance, la instalación, la fotografía y el video arte en las segundas, tendrían como denominador común su poder para intervenir sobre sistemas de valor preexistentes. Incluso, técnicamente hablando, todos esos procedimientos artísticos involucran la alteración de situaciones dadas de antemano por lo que nos hacen entender el punto hasta el cual las prácticas artísticas están más abocadas a la intervención sobre sistemas de signos preexistentes que a la creación propiamente dicha de nuevos signos. La palabra que el antropólogo francés Levi Strauss aportó para el análisis de este tipo de procesos intelectuales y principios comunicativos fue la de bricolage que involucraba a la vez procedimientos materiales y conceptuales de resignificación y refuncionalización de toda suerte de hechos y artefactos.
Como lo señala el mismo Strauss:
En la segunda mitad del siglo XX, estos procedimientos se fueron reubicando y replanteando en el arte producido en los contextos europeo, norte y sur americano, cuando se hizo imperativo un enlace con problemáticas sociales y culturales más amplias, poniendo a los artistas nuevamente en contraposición con los propios límite formales de sus prácticas. Los “nuevos” movimientos artísticos que surgieron en los sesenta y los setenta señalan la importancia de acciones que involucran la apropiación o intervención en campos culturales externos al que hacer artístico como estrategia de trabajo. En ellos fueron características las posturas de señalamiento hacia problemas latentes en los campos sociales, o los de la sexualidad, así como también fueron constantes las incursiones en las formas de operación de los sistemas económicos que rodean o subyacen a las prácticas culturales e incluso las convenciones políticas que estructuran la experiencia subjetiva.
Dos
El nombre del colectivo Bricollage, conformado por Pablo Adarme, Sandra Mayorga y Carolina Salazar alude a esa práctica cultural en dos niveles. Inicialmente, su tarea consiste en realizar expediciones por diferentes ámbitos de la ciudad, que tienen como fin analizar y documentar las ingeniosas y elocuentes soluciones que se abren paso dentro de la informalidad laboral que caracteriza nuestra economía.
Bogotá parece emerger de un sin número de relatos soportados por discursos diversos e incluso antagónicos que se hacen visibles en las maneras de apropiación del espacio público. Estas “salidas”, emprendidas por nuestros vendedores ambulantes conjugan relatos entrecruzados de funciones actuales y pretéritas -de los objetos o materiales utilizados- que hacen visibles necesidades específicas. En este sentido es común para ellos “improvisar” la movilidad de sus puestos de servicio a través del ensamblaje de diferentes elementos provenientes en muchos casos de ambientes domésticos. El proyecto ha involucrado paulatinamente la revisión de otras prácticas culturales que amplifican las referencias y desexotizan sus potenciales actores sociales.
Una segunda tarea que lleva a cabo el colectivo Bricollage, es la resignificación, o bricolización (si es que este término es permitido) de esos bricolages “originales” a través de la fotografía. Este proceso conduce un tipo de realidad socioeconómica y cultural marginalizada hacia el centro simbólico de otra realidad, hegemónica y formal, el campo del arte y sus instituciones. Por este motivo está lejos de cualquier forma de estetización metafórica y muy cercana de un señalamiento metonímico.
1Ver El pensamiento salvaje de Claude Levi Strauss, capítulo I, La ciencia de lo concreto. Fondo de Cultura Económica, Breviarios, México, 1964, Págs. 42-43.