Estas palabras nombran el desbordamiento de nuestra capacidad para resolver asuntos humanos en la arena de lo público. Es conocido que la unicidad que nos distingue vuelve subjetiva, y elusiva, la comprensión de los mensajes que nos cruzamos al encontrarnos, y por ello ese encuentro –precisamente el origen de lo público– trae consigo un rasgo inmanente de conflictividad. Conflicto es, entonces, un término proteico, cargado incluso de positividad, aunque no le hemos dado un uso inteligente. Quizás porque fácilmente se cae en la imposición de ideas por la fuerza, lo cual implica violencia, y ella está siempre al comienzo. Cuando el desborde es tan violento que El Conflicto se convierte en nombre propio –como ha pasado en Colombia, en Palestina, en Siria– solo quedan como salida –nos lo dijo Hanna Arendt– los acuerdos y el perdón. Ni unos ni otro pueden darse sin la ayuda del milagroso bálsamo, de ingredientes tan amargos en muchos casos, de la memoria.
Violencia, conflicto y memoria
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