Las tardes de McNulty

 

Por Sol Astrid Giraldo
Fotografía Juan Fernando Ospina
Los atardeceres a veces se nos olvidan, a veces nos sorprenden, a veces se pierden, a veces nos asaltan, a veces son todo. Muchas otras, las más, no son nada. Una palabra bonita, larga, que se usa o no se usa. Pero que casi nunca se practica. Con algunas excepciones.

 

Tal vez no había un escenario mejor para una persona adicta a los atardeceres. El músico irlandés, Dennis McNulty, no llegó con instrumentos. Sólo trajo un computador. Tampoco le dio la cara al público. Es que en sentido estricto no lo había. No se trataba de la experiencia tradicional de un artista mediático ofreciendo un espectáculo para consumir en cápsulas, entre aplauso y aplauso. Por eso le dio la cara a la ciudad al igual que todos los demás. Lo que sucedió en la Biblioteca de La Ladera fue un encuentro para mirar la tarde. Simple. Como le gustaba hacerlo todos los días a El Principito en su pequeño planeta. El nuestro es más grande pero le hemos robado los cielos. Los hemos borrado al hacerlos desaparecer de nuestro horizonte. McNulty les descorre el velo de la indiferencia y los pone en el centro. Es el lienzo sobre el que pinta. Cuando un músico se convierte en un artista audiovisual lo más normal es que monte un show de videos con imágenes frenéticas. McNulty cambia estos aparatos hiperquinéticos por las nubes lentas, los colores que se deshacen o explotan, el viento en la cara, la atmósfera que envuelve, la mente en blanco. Y aquí estamos, en comunión, emprendiendo el vuelo en esta nave sideral que maneja McNulty desde su portátil. La gente fue llegando poco a poco a la terraza de la biblioteca. Se sentaron en las pocas bancas, en el suelo, se acostaron a recibir en la cara la presencia de la tarde. Todos miraban hacia el frente, hacia el verdadero protagonista, más delante de la espalda del artista: el cosmos cayendo en una lluvia dorada sobre la ciudad. Una imagen cliché, una frase cliché. Pero la experiencia no fue cliché. Ritual, tal vez, vivencial, profunda. La música de McNulty seguía haciendo de bajo continuo de una experiencia total en tiempo real y en un espacio específico. Que es la manera como él entiende la música. McNulty no quiere pensar más en la música como una abstracción que se intercambia por un puñado de pesos en los empaques comprimidos de un cd o en el formato codificado de un concierto. El tiempo y el espacio se extendieron por dentro en la “hora mágica”, como suele llamarle McNulty a ese lapso específico que escoge cada día para intervenir. Y al hacerlo, los cuerpos se fueron soltando. La gente fue abandonando su posición rígida, dejo de mirar la espalda del músico como lo piden los formatos y las costumbres, se desperezaron en el suelo, treparon al techo, miraron la ciudad de nuevo, con los ojos jóvenes, como la primera vez. La Medellín de siempre, la amada, la temida, la de los padres, la de los hijos, la de la infancia, la de los afanes, la de los muertos, la de los otros, la de nosotros. La ciudad fue prendiendo sus ojos eléctricos debajo de unas nubes barrocas que contrastaban con el minimalismo de los acordes de McNulty. La esperada tarde se desperezó como siempre, indiferente, extensa, muda. Se filtró por la piel, por las manos, por el cuerpo, por el teclado de McNulty. Había llegado como todos los días. No hay sorpresas ni cambio de libretos en los rituales. Hay experiencias sin tiempo alrededor de lo mismo. La de McNulty, sin duda lo fue. Con la noche llegó el último sonido metálico. Un minuto de silencio. O varios. De congelamiento en el tiempo y en el espacio. El rito terminó, pero la gente se quedó, caminando, deambulando, por el piso de madera, por el techo, por el parque, como fantasmas livianos, descargados. McNulty cerró el portátil y la ciudad se rió con su cara recién bañada.

 

Portal www.m3lab.info, Encuentro Internacional Medellín 2007

 

 

 

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