Estéticas de la hospitalidad urbana

 

  • Una reflexión profunda sobre la relación entre el arte y la ciudad.

 

Autor Jesús María Barbero. Profesión: Filósofo y escritor Nacionalidad: Colombiana

 

Contexto
Más que el texto de una ponencia, lo que aquí expone Jesús Martín Barbero son pistas y fragmentos de su reflexión sobre las relaciones del arte con la ciudad pensadas desde las hospitalidad.

Una charla que ofreció como invitado especial al Encuentro Internacional Medellín 2007: prácticas artísticas contemporáneas, en la cual presenta una completa mirada al arte en una sociedad que cambia continuamente y donde el diálogo profundo se realiza desde distintos niveles.

 

Su exposición tiene tres puntos fundamentales: la estética de la palabra y el gesto, la estética de la escritura y la estética del carnaval y la fiesta, todo mirado desde la hospitalidad, que es uno de los tópicos del encuentro de arte que convoca a artistas y teóricos de Colombia y de otros países.

 

Jesús Martín Barbero nació en Ávila, España, en 1937 y se nacionalizó en Colombia. Estudió Filosofía y Letras en la universidad católica de Lovaina, Bélgica, donde se doctoró en 1971, y Antropología y Semiótica en la Escuela de Altos Estudios de París. Ha sido presidente de la Alaic (Asociación Latinoamericana de Investigadores de la Comunicación), miembro del Comité consultivo de la Felafacs (Federación Latinoamericana de Facultades de Comunicación Social) y es miembro del Comité científico de Infoamérica.

 

1. El arte expuesto a las inclemencias del tiempo
"Tal y como ha venido ocurriendo a lo largo de toda la edad moderna es muy probable que también hoy los rasgos más relevantes de la existencia, y del sentido de nuestra época, se enuncien y anticipen, de manera particularmente evidente, en la experiencia estética. Es necesario prestarle una gran atención si se quiere entender no sólo lo que sucede en el arte sino más en general lo que sucede con el ser en la existencia de la modernidad tardía".
Gianni Vattimo

 

Los avatares del proceso vivido por el arte en la segunda mitad del siglo XX dieron al traste con la muy diversa gama de los optimismos. Tanto de los propiamente estéticos como de los sociológicos, tanto de los que creían en la insobornable capacidad emancipadora del arte -por su propia energía simbólica- como de los que creían en su capacidad de fundirse con la vida, de disolverse en ella transformando la sociedad. Lo que no implica que el proceso vivido haya venido a dar razón a los apocalípticos, el pesimismo frankfurtiano tampoco corresponde a la experiencia que el proceso nos ha dejado.

 

Pensar el lugar y la función del arte en la sociedad de cambio de siglo implica hacernos cargo del desencanto que acarrea su extremado des-dibujamiento. Pues atrapado entre la experiencia alcanzada por el mercado en la valoración de la "riqueza" de las obras, la presión de las industrias culturales por hacerlo accesible/consumible por todos, y la reconfiguración tecnológica de sus condiciones de producción y difusión, el arte ha ido perdiendo buena parte de los contornos que lo delimitaban.

 

En esa pérdida hay sin embargo también no poco de ganancia: en la medida en que esa delimitación y distinción fue históricamente cómplice de fuertes exclusiones sociales, una cierta disolución de su aura ha resultado siendo ingrediente e indicio de transformaciones culturales profundas en la democratización de la sociedad. Pero en esa pérdida también se ha producido un innegable empobrecimiento de la experiencia estética.

 

Asimilado a un bien cualquiera, banalizado en la profusión y el eclecticismo de unas modas que devoran a los estilos, o confundido con el gesto provocador y la mera extravagancia, el arte se halla amenazado de morir, esto es de perder su capacidad de oponerse y cuestionar lo real y, por tanto, de rehacerlo y recrearlo. Aun así el arte sigue constituyendo hoy un modo irremplazable de lucha contra el desgaste de la dimensión simbólica y el crecimiento de la insignificancia en un mundo de objetos e ideas desechables.

 

Pero tanto para la crítica como para el debate cultural el arte está hoy especialmente necesitado de entrelazar su reflexión con la que viene del campo de la comunicación. Pues en la relación arte/comunicación se hallan hoy algunas claves constitutivas de las nuevas tensiones y dinámicas entre tradición y modernidad, además de que ahí muestran su envergadura cultural las transformaciones tecnológicas a la vez que encuentran un campo de conocimiento decisivo las ambigüedades y anacronías de los procesos de globalización/fragmentación de los públicos.

 

La relación arte/diseño replantea el sentido de la interacción entre estandarización e innovación estética, entre racionalización y experimentación, entre formas culturales y formatos industriales.

 

También el enlace comunicación/diseño nos está exigiendo, de un lado, pensar la tecnología como dimensión constitutiva del entorno cotidiano y fuente de nuevos lenguajes; y de otro, nos aboca a desplazar la mirada de los efectos de los medios hacia el ecosistema comunicativo que los medios configuran como mundo de representaciones, imaginarios y relatos.

 

El título remite entonces a tres cuestiones que pueden formularse a modo de preguntas así:

 

¿Qué tipo de arte hegemoniza hoy la configuración de la ciudad?
¿Qué imágenes de ciudad comunica el arte hoy?
¿Qué de hospitalidad y qué de hostilidad comunica la ciudad que hacemos entre todos hoy?

 

2. Estéticas de la hospitalidad urbana
Para proponer pistas de reflexión sobre esas preguntas voy a construir un mapa, a mano alzada, de las tres estéticas que proyecta y, desde las que es percibida, la ciudad hoy. Esbozando de entrada qué entiendo por estética urbana.
Se trata de la experiencia estética entendida al modo griego de la aystesis, que es aquello que concierne al sensorium, esto es al ámbito de la sensibilidad: aquella red estructurante de percepciones, operaciones significantes y resemantizaciones.

 

Lo que, desde la mirada de W. Benjamín, atañe a las transformaciones sociales que halla su expresión en los cambios de la sensibilidad colectiva, como esa experiencia de la muchedumbre que irrumpe en la historia con las masas y la técnica moderna.

 

Esa experiencia de las mayorías cuya sensibilidad y expresividad han sido negadas, desconocidas y minusvaloradas por todos aquellos que se abrogan la autoridad sobre el juicio social del gusto. Y que hacen parte de la modernidad excéntrica que es la latinoamericana: las experiencias imaginativas de las mayorías, todo lo que ellas contienen de autopoïesis, performatividad, autoconstrucción.

 

La ciudad-casa o la estética de la palabra y el gesto
Un huésped es alguien que llega tu casa, y tanto más huésped cuanto más desconocido, cuanto más extranjero, cuanto más otro. De ahí la mediación decisiva del lenguaje en la hospitalidad: es en los tonos y acentos, en la calidez o frialdad de la palabra, en la accesibilidad y flexibilidad del vocabulario o en su rigidez y formalismo que el huésped se va a sentir acogido o rechazado.

 

Hay en la palabra una potencialidad acogeradora que hace parte de su entraña poética, esa que señalara J. Derridá como clave de lo que introduce en nuestra vida el extranjero al "poner todo de cabeza, patas arriba".

 

Que es justamente de lo que habla el refrán popular cuando para decir lo que la llegada de un huésped significa para la casa que de verdad lo acoge, afirma "estar echando la casa por la ventana". También el leguaje poético pone todo patas arriba pues desbarata las inercias del lenguaje cotidiano poniendo de fiesta a la palabra, y es que sólo una palabra así es capaz de crear ambiente acogedor, ese que el huésped siente o no más allá de los formalismos de la urbanidad y la civilidad acostumbrada entre la gente-de-bien, según el manual de Carreño.

 

Pero que nadie confunda la palabra acogedora con la cháchara, si la hospitalidad es comunicación de veras es sólo si hace sitio al silencio, pues nos advierte Paulo Freire: "La importancia del silencio en el espacio de la comunicación es fundamental.

 

El me permite, por un lado, escuchar el habla comunicante de alguien, como sujeto y no como objeto, entrar en el movimiento de su pensamiento volviéndome lenguaje; por el otro, torna posible a quien habla, realmente comprometido con el comunicar, y no con hacer comunicados, escuchar la duda, la indagación, la creación de aquel a quien escucha". La palabra se torna así hospedaje, da hospedaje, en la medida en que no se limita a hablar sino que actúa, tiene fuerza performativa como nos enseñaron Austin y Searle.

 

Para otear la ciudad como casa necesitamos de la metáfora en tres sentidos. Primero, en su sentido en griego: lo que queda más allá del foro, o sea la distancia que nos permite una mirada de conjunto, una visión panorámica; segundo, la metáfora como sustrato de la poética; y tercero, la metáfora enfocando los lenguajes y las hablas de la ciudad. Sobre lo que me limitaré aquí a pequeños fragmentos de una investigación en proceso sobre Bogotá.

 

A mediados de los años "90 Bogotá era una ciudad -mojada y sucia, fragmentada, peligrosa y desquiciada", según un cronista- con una población aproximada de siete millones (mal contados), que en los últimos veinte años había vivido un proceso galopante de disminución de sus habitantes autóctonos, y una acelerada heterogenización de su poblamiento por el aluvión de gentes procedentes de todas las regiones del país, y últimamente con la mayor parte del millón y medio de desplazados por la guerra.

 

A la permanente informalidad de sus procesos de urbanización -permanente construcción y destrucción, precariedad de la malla vial, deficiencia en los servicios y caos del transporte público- se añadía la discriminación topográfica: su división entre el norte "de" los ricos y el sur "para" los pobres, entre el territorio de los conjuntos residenciales cerrados y los barrios de pobres a medio hacer llenos de emigrantes y desplazados: una ciudad con ausencia de espacios públicos disfrutables colectivamente y la presencia de enormes espacios "vacíos" con un gran deterioro físico y social.

 

La narrativa de su caos agregaba a ese mapa este otro: la mayor cantidad de lesiones violentas se debían -a pesar de sus altos índices de criminalidad e inseguridad- entre extraños sino en los ámbitos vecinales, privados e íntimos, que es donde operan las "deudas" y las venganzas, el maltrato entre familiares y los delitos sexuales.

 

Y sus habitantes transitaban entre la casa y el lugar de trabajo como si lo hicieran por entre un túnel (Miriam Jimeno), atentos sobre todo a cualquier indicio de peligro y por tanto sin enterarse de lo que pasa en el entorno.
Pero esa misma Bogotá eligió para alcalde en 1995 al ex rector de la Universidad Nacional, matemático y filósofo, Antanas Mockus -de padres lituanos que huyeron de la guerra en su país primero a Alemania y después a Colombia- quien se presentó de candidato sin el apoyo de ningún partido político y casi dobló en votos a su mayor ponente, formando su gobierno con independientes y gente proveniente de la academia.

 

Esa decisión transformaría radicalmente el futuro de Bogotá. El lema de su campaña fue realmente el de su gobierno: formar ciudad. Ello significaba tres cosas: lo que da su verdadera forma a una ciudad no son las arquitecturas ni las ingenierías sino los ciudadanos; para que ello sea posible los ciudadanos tienen que poder re-conocerse en la ciudad; ambos procesos se hallan implicados en otro, el de hacer visible la ciudad como un todo, es decir, en cuanto espacio/proyecto/tarea de todos.

 

Si antes la ciudad era invisibilizada por sus múltiples desastres y los mil fallos desde los que afecta cotidianamente a la gente -fallos en el acueducto, la energía eléctrica, el transporte, etc.- de lo que se trató fue de que la mirada cambiara de foco, y pasara a percibir las deficiencias no como un hecho inevitable y aislado sino como el rasgo de una figura deformada en su conjunto, esto es deforme, sin forma.

 

Y la ciudad comenzó a hacerse visible cuando una serie de estrategias comunicativas callejeras sacaron a sus habitantes del "túnel" por el que la atravesaban provocándoles mirar y ver.

 

La primera fueron los más de 400 mimos y payasos -estratégicamente ubicados en múltiples lugares de la ciudad especialmente congestionados- señalando las líneas de cebra para el paso de peatones y acompañándoles, con el consiguiente revuelo, protestas y desconciertos que ello causó tanto en los conductores de automóviles como entre los asombrados de transeúntes.

 

Lo que en principio se tomó como un "mal chiste" del alcalde se convirtió pronto en una pregunta acerca del espacio público, pregunta que encontró muy pronto su traducción en gesto y conducta: la alcaldía regaló a miles de conductores un tarjetón en el que se veía, por una cara, el gráfico de un dedo pulgar hacia arriba, y por la otra el pulgar hacia abajo, que muy pronto aprendieron a usar para aplaudir las conductas respetuosas de las normas y solidarias o para reprochar las infracciones y violencias.

 

A los pocos meses abrió un concurso para que Bogotá tuviera himno pues una ciudad sin himno no se oye. Y después fue la aparición de la zanahoria como signo de la muy polémica implantación de una hora-tope para los establecimientos de bebidas alcohólicas. Y después los rituales de vacunación contra la violencia, la instalación en los barrios más pobres de casas de justicia para que la gente dirimiera sus conflictos localmente y sin aparato formal o la creación de la noche de las mujeres, etc.

 

Se trata de un rico y complejo proceso de lucha contra la explosiva mezcla del conformismo con la acumulación de rabia y resentimiento y ello reinventando a la vez una cultura política de la pertenencia y una política cultural de lo cotidiano.

 

De ahí que fueran dos los hilos que entrelazan las múltiples dimensiones de esa experiencia: una política cultural que asume como objeto a promover no tanto las culturas especializadas sino la cultura cotidiana de las mayorías, y con un objetivo estratégico: potenciar al máximo la competencia comunicativa de los individuos y los grupos como forma de resolver ciudadanamente los conflictos y de dar expresión a nuevas formas de inconformidad que sustituyan la violencia física.

 

Con una heterodoxa idea de fondo, la de que lo cultural (el nosotros) media y establece un contínuum entre lo moral (el individuo) y lo jurídico (los otros), como lo ponen de presente los comportamientos que, siendo ilegales o inmorales son sin embargo culturalmente aceptados por la comunidad.

 

Fortalecer la cultura ciudadana equivale entonces a aumentar la capacidad de regular los comportamientos de los otros mediante el aumento de la propia capacidad expresiva y de los medios para entender lo que el otro trata de decir. A eso lo llama Antanas aumento de la capacidad de generar espacio público reconocido.

 

El espacio público -arquitectura, monumentos y graffitis- o la estética de la escritura

 

La ciudad hospeda en la medida en que se hace espacio público, lugar del común, que es el espacio y el lugar a donde pueden no sólo llegar sino también estar, residir todos, los de adentro y también -y especialmente, los de afuera, los extranjeros, sean desplazados o turistas, emigrantes o vagamundos. Pero como el espacio público es un espacio producido, construido, esculpido y graffitado, es necesario pensar la hospitalidad que pasa por esas escrituras.

 

Pues ¿desde dónde mirar la ciudad para hacer comprensibles sus dinámicas e incidir sobre las lógicas perversas de la funcionalización y la exclusión? Desde la lectura: leyendo la ciudad no como un objeto sino como escritura que se deshace y rehace día a día en muchos planos y con muy diferentes materiales. Y en la que participan tanto gerentes como actores, tanto los gobernantes como los ciudadanos.

 

La ciudad se escribe aun hoy en el más antiguo y denso modo de escritura, el del palimsesto: esa primera forma humana, quizá la más elemental, de escritura móvil, porque se inscribe no en una pared o una columna celebratoria sino en una tablilla de cera. Y resulta que cuando se escribía sólo en esas tablillas -como en nuestros viejos pizarrones- había que borrar para volver a escribir, y entonces muchos fragmentos, pedazos de palabras o frases, de las escrituras borradas, emergían borrosas entremezclándose con las palabras de la nueva escritura.

 

Es palimsesto ahora la escritura que se hace no sólo con lo que se escribe en el presente sino también con todos los residuos que resisten y operan desde la propia memoria del soporte y de su materialidad. Así está escrita la ciudad. Y de ahí mi propuesta para leerla en la multiplicidad de sus capas tectónicas y la polifonía de sus lenguajes, en su fecundo caos y su desconcertante laberinto, transformando al palimsesto en apuesta metodológica: un lugar de vislumbre y fuga de los sentidos, en cuanto dispositivos del sentir, del mirar, del oler, del tocar o el oír.

 

Si como escritura el palimpsesto es el pasado volviendo a emerger en las entrelíneas con que se escribe el presente, ahora los asumimos como foco y fuga, esto es como modo de ver en una percepción que, como la entendió M. Merleau-Ponty es percepción constituyente del conocer.

 

Para esclarecer este planteamiento me voy a servir de alguna miradas a la sociedad y la ciudad desde el foco-palimpsesto. Uno de los grandes politólogos italianos habla hoy de esto cuando afirma que a lo que ahora nos asomamos es a la "perspectiva de estratos profundos de la memoria y la mentalidad colectiva sacados a la superficie por las bruscas alteraciones del tejido tradicional que la propia aceleración modernizadora comporta" (G. Marramao). Pues la brutal aceleración y el estallido de la escritura contemporánea sacan a flote muchos trozos y trazos del tejido más tradicional de la vida urbana.

 

Así, la aceleración ha hecho salir a flote emergiendo a la superficie de lo social, superficie en el sentido que le dio P. Valery al afirmar que "lo más profundo es la piel", procesos y prácticas que parecían fosilizados pero no lo estaban, como la violencia de los fanatismos religiosos que creíamos superados por casi dos siglos de laicismo moderno, como el revival de tribalismos que configuran muchas de las socialidades emergentes en su enfrentamiento con las formalidades de la racionalidad doméstica y la representación política, y como la desconcertante afirmación del cuerpo -en la contradictoria mezcla de sus visibilidades- justo cuando las tecnologías inmaterializan la comunicación al conectar directamente los cerebros de los sujetos con las máquinas.

 

En El Malestar en la Cultura, puede leerse a propósito de Roma que esa ciudad pone al descubierto un verdadero teatro de la memoria, esto es, una arquitectura en la que capa sobre capa la historia mira escondida, de través, permitiendo ver la simultaneidad pegada a la memoria (S. Freud). También W. Benjamina cuestiona la tramposa continuidad de la historia, de la que busca salir mediante la idea de constelación, y desde ella mira la ciudad como lo que nos permite "convertir en espacio lo que es tiempo", fijar en espacio todo lo que se nos escapa en tiempo, y así para poder habitar como espacio lo insoportable del tiempo.

 

D. Harvey en sus estudios sobre las contemporáneas transformaciones espacio-tiempo, plantea que si la sensación de caos parece tornar ilegible la ciudad hoy es justamente por la enorme cantidad de capas y estratos, que, al quedar a la vista, des-figuran el mapa que teníamos de la ciudad haciendo aparecer grietas y capas que no caben en él.

 

Y L. Mumford lee en clave de palimpsesto el engranaje más profundo de la ciudad pues ella entrelaza sus sucesivas fundaciones. No hay ciudad que haya sido fundada de una vez, ni que se halle fundada sobre una sóla capa de tierra, de modo que sus diversas fundaciones se hallan conectadas y movilizadas por el propio flujo del convivir.

 

Una ciudad no es un orden, una ciudad nunca es coherente, por el contrario, está siempre sitiada por montones de movimientos contradictorios. Según Mumford, como la geografía de las ondas tectónicas así es también la onda histórica, el flujo de los acontecimientos, construyendo un sistema de sólidos y de vacíos que se reajustan continuamente precipitando cambios.

 

En el graffiti la palabra libertaria se hace escritura pública que, junto al mural, configura la apropiación de la calle por las masas como "su espacio", la materialización del espacio público. Y frente a la deriva panflateria del graffiti -con su contrapartida, el "blanqueamiento ideológico"- el spray deja marca de las nuevas figuras de la represión y la resistencia, convirtiéndose en "inscripción de una textualidad dolorosa y subversiva" (P. Rodriguez-Plaza).

 

Pero ya estamos en otra etapa, en la que los graffitis y murales se recargan de densidad simbólica y expresiva abriéndose a nuevas formas de hospitalidad subversiva que conecta el potencial fonético del grito con la nueva visibilidad cultural que posibilita la gráfica.

 

Articulación de programas

 

El otro hilo conductor fue el de una política cultural encomendada al Instituto Distrital de Cultura, y que pasó de estar dedicado al fomento de las artes a tener a su cargo la articulación de los muchos y muy diversos programas culturales del proyecto rector de Formar ciudad, en el que se insertaban tanto las acciones de la alcaldía como las de las instituciones especializadas de cultura y las de las asociaciones comunitarias en los barrios.

 

Y mientras los estudiosos de las políticas culturales en América Latina estábamos convencidos de que no podía haber política cultural sino sobre las culturas especializadas e institucionalizadas, como el teatro, la danza, las bibliotecas, los museos, el cine o la música, la propuesta de Formar Ciudad estuvo dedicada a lo contrario: partir de las culturas de la convivencia social desde las relaciones con el espacio público -en los andenes y los autobuses, los parques y las plazas- hasta las reglas de juego ciudadano en y entre las pandillas juveniles.

 

La ruptura y la rearticulación introducidas sonaron a blasfemia a no pocos pero otros muchos artistas y trabajadores culturales vieron ahí la ocasión para repensar su propio trabajo a la luz de su ser de ciudadanos.

 

El trabajo en barrios se convirtió en posibilidad concreta de recrear, a través de las prácticas estéticas, expresivas, el sentido de pertenencia de las comunidades, la reescritura y la percepción sus identidades. Redescubriéndose como vecinos, se descubrían también nuevas formas expresivas tanto en las narrativas orales de los viejos como en las oralidades jóvenes del rock y del rap.

 

Un ejemplo precioso de esa articulación entre políticas sobre cultura ciudadana y culturas especializadas es el significado que empezó a adquirir el espacio público y los nuevos usos a los que se prestó para el montaje de infraestructuras culturales móviles de disfrute colectivo. Devolverle el espacio público a la gente comenzó significar no sólo el respeto de normas sino su apertura para que las comunidades pudieran desplegar su cultura en un proceso en el que ciudadano empezara a significar no sólo participación sino también pertenencia, y creación.

 

Hoy Bogotá tiene además otras hablas y voces que pertenecen a esos nómadas urbanos que se movilizan entre el adentro y el afuera de la ciudad montados en las canciones y sonidos de los grupos de rock, como Ultrágeno y La Pestilencia, o en el rap de las pandillas y los parches de los barrios de invasión, vehículos de una conciencia dura de la descomposición la ciudad, de la presencia cotidiana de la violencia en las calles, de la sin salida laboral, de la exasperación y lo macabro.

 

En la estridencia sonora del hevy metal y en el concierto barrial de rap los juglares de hoy hacen la crónica de una ciudad en la que se hibridan las estéticas de lo desechable con las frágiles utopías que surgen de la desazón moral y el vértigo audiovisual.

 

La ciudad de las artes o la estética del carnaval y la fiesta
Esta tercera estética de la hospitalidad re-ubica las "grandes artes" -escénicas y plásticas, el cine y el video- en la experiencia estética que nos hizo pensable Nietsche: la del carnaval y la fiesta. Allí donde el arte pone sus obras a la sombra de la vida misma y no al revés.

 

Pero de la vida como exceso y borrachera, como intensidad que es, según Borges, la "forma humana de la eternidad". Que es lo que es el carnaval como paroxismo del lenguaje de la plaza (M. Bajtin): la toma de la ciudad por la risa y la máscara. Una risa que no es un gesto de diversión sino el más subversivo desafío a la seriedad del poder y su visión de la vida como tiempo del ahorro, la contención y la acumulación.

 

Ese arte de la risa en el que Umberto Eco des-cubriera "la victoria del pueblo sobre el miedo"; risa que burla al miedo tornando risible, profanando, todo lo que la seriedad del poder considera sagrado, pues "en la fiesta de los tontos hasta el diablo es tonto". Y máscara que quiebra la estabilidad de la identidad individual potenciando la experiencia comunitaria.

 

La fiesta es el tiempo fuerte de colectividad, ese en que se retoma contacto con sus figuras originarias, las de la vida/muerte. Para lo cual no hay más remedio que pasar por alguna forma de borrachera, esto es, de difuminar el yo para "ponernos en onda" con la comunidad.

 

Los sujetos de las nuevas generaciones perciben y asumen la relación social hoy precisamente en cuanto una experiencia que pasa fuertemente por su estética, por su sensibilidad -que es en muchos "sentidos" su corporeidad- y a través de la cual muchos jóvenes, que hablan muy poco con los adultos, les están diciendo muchas cosas. Los jóvenes nos hablan hoy a través de otros idiomas: los de los rituales del vestirse, del tatuarse, del adornarse, y también del enflaquecerse para conectar con los modelos de cuerpo que les propone la sociedad a través de la moda y la publicidad.

 

No son sólo mujeres los millones de adolescentes que sufren gravísimos trastornos orgánicos y psíquicos de anorexia y bulimia, atrapados en la paradoja de que mientras la sociedad más les exige que se hagan cargo de sí mismos esa misma sociedad no les ofrezca la mínima claridad sobre su futuro laboral o profesional.

 

De ahí que los jóvenes se muevan entre el rechazo a la sociedad y su refugio en la fusión tribal. Millones de jóvenes a lo largo del mundo se juntan sin hablar, sólo para compartir la música, para estar juntos a través de la comunicación corporal que ella genera.

 

Esa palabrita que hoy denomina una droga, el éxtasis, se ha convertido en el símbolo y metáfora de una situación extática, esto es del estar fuera de sí, del estar fuera del yo que le asigna la sociedad, y que los jóvenes se niegan a asumir. No porque sean unos desviados sociales sino porque sienten que la sociedad no tiene derecho a pedirles una estabilidad que hoy no confiere ninguna de las grandes instituciones socializadoras.

 

La política y el trabajo, la escuela y la familia, atraviesan su más honda y larga de las crisis… de identidad. Mientras el sujeto emerge hoy de un entorno fuertemente imaginal y emocional, la casa en parte, y sobre todo la escuela, se aferran aun a una racionalidad que, a nombre del principio de realidad, expulsa al sujeto, ya no tanto principio de placer, sino de su sensibilidad. De ahí que el mundo donde el sujeto joven habita sea mayormente el del grupo de pares, la pandilla, el parche, o el ghetto, la secta, y el mundo de la droga.

 

Y ahí está también la paradoja que nos ha descubierto Pilar Riaño en su investigación sobre Los habitantes de la memoria. Jóvenes, memoria y violencia en Medellín. La paradoja es esta: mientras vivimos en uno de los países donde hay más muerte -pero aun aquí la sociedad tardomoderna que nos moldea busca obsesivamente ocultar, tapar todo signo o alusión a la muerte, que es lo que valerosamente han denunciado Susan Sontag y Zigmun Bauman- los jóvenes de Medellín hacen de la muerte una de las claves más expresivas de su vida.

 

Primero visibilizándola en barrocos rituales funerarios y formas múltiples de recordación que van de las marchas y procesiones, de los grafittis y monumentos callejeros, a las lápidas y collages de los altares domésticos; y segundo, transformándola en hito y eje organizador de las interacciones cotidianas y en hilo conductor del relato en que tejen sus memorias. Y ello frente a la manida pero reiterada imagen de una juventud machaconamente acusada de frívola y vacía.

 

Pues en un país donde son tantos los muertos sin duelo, sin la más mínima ceremonia humana de velación, es en la juventud de los barrios pobres, populares, con todas las contradicciones que ello conlleve, donde encontramos -por más heterodoxas y excéntricas que ellas sean- verdaderas ceremonias colectivas duelo, de velación y recordación.

 

La autora constata que entre los jóvenes de barrio en Medellín "lo que más se recuerda son los muertos" y ello mediante un habla visual que no se limita a evocar sino que busca convocar, retener a los muertos entre los vivos, poner rostro a los desaparecidos, contar con ellos para urdir proyectos y emprender aventuras. Y lo más sorprendente: las prácticas de memoria con las que los jóvenes "significan a los muertos en el mundo de los vivos son las que otorgan a la vida diaria un sentido de continuidad y coherencia" (p.100).

 

Y está también la recuperación por parte de los jóvenes urbanos de los más viejos y tradicionales relatos rurales de miedo y de misterio, de fantasmas, ánimas y resucitados, de figuras satánicas y cuerpos poseídos, en "tenaz amalgama" con los relatos que vienen de la cultura afrocubana y la de los medios, del rock y del merengue, del cine y del video.

 

Evocadores de "mapas del miedo" esos relatos y leyendas, amalgamados eclécticamente, pasan a convertirse en generadores de "un terreno sensorial común" para expresar emociones, en figuras reivindicadoras de las hazañas non-santas de sus héroes otorgando una cierta coherencia moral y alguna estabilidad a unas vidas situadas en los más turbios remolinos de inseguridades y miedos, y sirviendo de dispositivo de desplazamiento (Freud) de los terrores vividos en la cruel realidad cotidiana a otras esferas y planos de mediación simbólica -memoria, magia, sobrenaturalidad, teatralidad emocional- desde los que se hace posible exorcizar y controlar en algún modo la delirante violencia en que se desarrollan esas vidas.

 

Y la autora va más lejos al encontrar en esa amalgama de relatos rurales y urbanos un ámbito estratégico de moldeamiento activo de sus culturas para dotarlas de supervivencia tanto en sus dimensiones más largas y raizales como en sus valores más utilitarios: los ligados al éxito en los noviazgos o en las operaciones del contrabando.

 

El mero circular por una ciudad como Medellín -y desgraciadamente también por Bogotá o Cali- que ha minado físicamente buena parte de su memoria, y en la que muchas de sus calles se hallan minadas por muy diferentes modalidades de "explosivos", exige de sus jóvenes el ejercicio de un especial saber proveniente de su experiencia sensorial -los modos como el joven habita el territorio- y de una competencia colectiva que es capaz de ponerles nombre y apellidos a los lugares.

 

Porque nombrar es situar al lugar en el mapa de la memoria colectiva, y adjetivarlo es señalar su temperatura en el termómetro de las violencias y en de los gustos, especialmente los del sonido, del olor y del sabor.

 

Suplemento Generación, periódico El Colombiano, Medellín, 13 de mayo de 2007

 

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